
«Pensando en el pasado… en mi época de juventud, uno se da cuenta con asombro de cuantos problemas existían entonces en la vida rutinaria de cualquier muchacha y que hoy parecen casi inimaginables». Esta frase, que podría haber sido dicha por cualquiera de nuestras abuelas, fue escrita en 1951 por la física austriaca Lise Meitner quien a sus más de 70 años contaba con una larga y fructífera carrera de investigación en física nuclear
Las dificultades para las mujeres eran de todo tipo: no podían administrar sus propios bienes, ni votar, ni vestir a su antojo; como dato curioso la prohibición de usar pantalón no se abolió formalmente en Francia hasta el año 2013. Pero la mayor dificultad para Lise era la imposibilidad de recibir una educación académica, ya que en la Europa Central y del Este del siglo XIX la educación superior no estaba permitida a las mujeres y, por lo tanto, tampoco una educación secundaria que les permitiera el acceso a la misma. Si su Austria natal era reticente a la incorporación de la mujer al mundo académico, Alemania mostraba incluso más resistencia.
Lo cierto es que para la mayoría de las mujeres de la época, a partir de los catorce años las expectativas eran pocas: ayudar en casa, coser y soñar con un marido. La única manera de avanzar era asistir a clases privadas para señoritas de clase media y el único trabajo al que podían aspirar era a ser profesoras de alguna materia que no requiriese formación universitaria.
«Cuando veo a una mujer poner la aguja exquisitamente bien, a la misma distancia de la última puntada, la cual está a la misma distancia que la puntada anterior, pienso en la gran capacidad que tiene para la observación astronómica. Sin saberlo está usando un micrómetro; inconscientemente está graduando círculos. El ojo que ha sido entrenado en semejante tarea es especialmente adecuado para usar un prisma y un espectroscopio». Estas declaraciones las pronunciaba en 1876 María Mitchell, primera mujer profesora de astronomía en Estados Unidos. Ella fue la primera mujer en ser admitida en la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias en 1848, porque afortunadamente al otro lado del Atlántico las cosas iban un poco mejor que en Europa. Desde los años 1830 en Estados Unidos los colegios de mujeres proporcionaban el camino para obtener una licenciatura.
En Inglaterra, por su parte, en 1848 la Universidad de Londres admitió el Queen’s College para mujeres, aunque a estas no se les permitió recibir títulos hasta 1878. Las Siete de Edimburgo fueron el primer grupo de mujeres universitarias matriculadas en una universidad británica en 1869, pero se les impidió tanto graduarse como convertirse en médicas.
Entre 1850 y 1890 las mujeres adquieren en Europa el derecho de acceso a la universidad. Las universidades de París y Zúrich fueron las pioneras seguidas de Dinamarca y de muchas universidades italianas que volverían a aceptar mujeres en las aulas hacia 1870.
Pese a los prejuicios, parecía evidente que en Austria, como ya se había demostrado en Estados Unidos, Francia o en Suiza, las mujeres podían formarse sin sufrir por ello taras mentales, infertilidad o una catástrofe social. En 1897 el gobierno permitía el acceso de la mujer a las facultades filosóficas (letras y ciencias) y unos años más tarde en las escuelas de medicina. Al principio se les permitió el acceso a la universidad sin formación secundaria reglada, bastaba tan solo con superar el examen de ingreso o Matura. Pero los prejuicios sociales en contra de la educación de las mujeres podían ser incluso más profundos que las dificultades administrativas. La propia Lise cuenta la anécdota de una joven de 24 años que quiso ser tutorizada de forma privada para preparar el Matura y a la que sus padres mantuvieron, siempre por su bien, literalmente prisionera en su casa intentado que cambiara de opinión. Solo cuando escapó, sus padres se dieron cuenta de que no volvería si no le daban permiso para estudiar.
Afortunadamente, los Meitner no tenían estos prejuicios y todos estos cambios, aunque tarde, llegaron a tiempo para Lise que en 1901, a los 23 años de edad, se incorporaba a la Universidad de Viena. Con esa misma edad, pero 10 años antes, entraba en la Sorbona la que sería la primera persona en obtener dos veces el premio Nobel: la joven polaca María Sklodowska, mundialmente conocida como Mme. Curie.
Finalmente, en 1901 las primeras universidades alemanas les abrían también sus puertas lo que no impidió que años antes, en 1874, la matemática rusa Sofia Kovalévskaya obtuviera el título de doctora summa cum laude en la Universidad de Göttingen; sería la primera mujer en obtener este título no solo en Alemania, sino en el mundo.
La primera universitaria española, María Elena Maseras, se matriculó en 1872 para estudiar medicina en la Universidad de Barcelona, pero cuando en 1878 solicitó el título, las autoridades advirtieron por primera vez la presencia femenina en la universidad. Inicialmente les negaron el título por el hecho de ser mujeres y luego pasaron a concedérselo pero sin que las capacitara para ejercer ninguna profesión. Finalmente se prohibió de modo expreso la matrícula de muchachas en los estudios de bachillerato y en los universitarios. En 1888 se les permitió el acceso a todos los niveles educativos, pero siempre en enseñanza libre y previa petición expresa al Ministerio de Fomento. Esta situación se prolongó hasta el 8 de marzo de 1910, fecha en que la mujer española pudo por fin matricularse libremente en la universidad y en enseñanza oficial.
Aunque a principio del siglo XX muchas de las universidades de todo el mundo habían abierto sus puertas a las mujeres, el número de estas en disciplinas científicas era todavía minoritario. En 1926 en los Estados Unidos el 43% de los estudiantes universitarios eran mujeres, pero nadie había oído jamás hablar de una mujer ingeniero.
«Se quedaron atónitos cuando me descubrieron a mí, una joven muchacha de 17 años matriculada en el primer año de ingeniería de minas. La inmunidad de los ingenieros a lo largo de los años les había hecho creer que eso no ocurriría jamás y fue para ellos una sorpresa horrible». La espontánea pluma de la escritora norteamericana Emily Hahn describía así su entrada en Ingeniería de Minas en la Universidad de Wisconsin.
Su tutor, el profesor Shorey, no daba crédito. En su primera tutoría le dijo: «Usted nunca conseguirá un trabajo, incluso si obtuviera su título, lo que es bastante dudoso». Y continuó «si yo dirigiera una mina, nunca contrataría a una mujer en ninguna disciplina técnica. Nunca obtendrá la experiencia práctica y será un estorbo en la oficina». Ante la insistencia de Emily por saber por qué no adquiriría la experiencia necesaria, el profesor replicó: «es de locos discutir. Es una pérdida de tiempo, el mío y el suyo, ya que no obtendrá su título». Emily entonces se adelantó en su silla acercándose al escritorio y preguntó: «¿por qué no obtendré mi título?»
«La mente femenina» explicó Shorey cuidadosa y amablemente, «es incapaz de captar la mecánica, las matemáticas elevadas o cualquier fundamento de la minería que se enseñan en este curso». Quedaba patente que todavía había mucho por hacer. Emily Hahn fue la primera mujer en recibir el grado de Ingeniería de Minas.
Todas estas pioneras tienen en común la rebeldía, la pasión y la voluntad de trabajo que les llevó a cumplir sus sueños pese a los prejuicios y las trabas administrativas de la época. Nadie lo describe mejor que Mary Somerville, la divulgadora escocesa que acuñó el término científico/ca: «Algunas veces encuentro los problemas [matemáticos] difíciles pero mi vieja terquedad permanece ya que, si no tengo éxito hoy, los atacaré de nuevo mañana».

Sólo se puede añadir: ¡Qué mujeres!
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