‘Roneo’

Esa ventana da entrada a muchos mundos. En verano las cargadas copas de los plátanos dejan ver solamente un pequeño tramo de calle, pero por contra, los sonidos entran nítidos al tener sus batientes abiertas de par en par. En las primeras horas de la mañana muestra un remanso de paz, el sol se refleja en los cristales del edificio de enfrente, donde el vecino del segundo que limpia los geranios de su balcón levanta la cabeza al intuir que alguien le observa. Al atardecer la ventana es un acceso al jolgorio de la fresca. Es posible que en muchos pueblos no se alcance tanta alegría en sus plazas como la que se respira en este pequeño pedazo peatonal de Madrid. Los chiquillos juegan, corren y gritan sin parar mientras el murmullo de las conversaciones que vienen desde la Margaretta, fuera del campo de visión, indican que la pizzería está a rebosar.

Es domingo y llegan por decenas, los niños por su lado y las niñas por el suyo. A ellas las suelen traer los padres, pero ellos se bajan de grandes coches impropios para su edad. Caminan erguidos, rítmicos, balanceando los hombros a lo John Wayne y miran, sobre todo las miran. Vienen guapos estos mozos, la barba bien rasurada al igual que el pelo en la parte más baja del cráneo y la cresta bien peinada y enlacada. Algunas horas de acicalamiento han conseguido ensalzar todavía más la elegancia de su porte y hacer que parezcan estrellas de cine. La ropa ha sido escogida para la ocasión y viene recién planchada por mamas abnegadas. No faltan los complementos, siempre de imitación, pulsera, pendientes y alguna que otra cadena dorada.

Ellas se han atrincherado en la terraza del Burguer King, algunas apenas alcanzan los 15. ¡Joder, pero mira que son guapas estas niñas! Vienen despampanantes, el maquillaje impecable, los ojos enmarcados en khol, tacones imposibles y el pelo siempre largo y brillante con onda de peluquería. La bisutería y el Shwarosky que nunca falten. Ropas coloridas y ajustadas, se han vestido para ser miradas y se pavonean como aves exóticas. Es el momento del escote, hay que lucirse que ya no será lo mismo cuando se casen y dejen de ser mozas.

Las niñas se arrancan a palmas, jalean a una de ellas que se ha puesto colorada al descubrir que el chico al que mira la está mirando. Palmas y pitos, se enarbolan los brazos y se contonean las caderas al ritmo de la rumba que entonan a capela. Ellos las siguen desde el banco corrido de enfrente. Al ritmo de las palmas se arranca un taconeo. Se hace corro en torno al bailaor que saca pecho y mira orgulloso y desafiante a su elegida. Más palmas, más pitos, quejíos, risas y miradas, sobre todo miradas.

En sus sonidos se esconden las llaves de sus orígenes. Ellos han conservado en sus manos, en sus pies, en su voz, la clave entre la identidad y la supervivencia. Mezclan el rap con la rumba, con las bulerías o con cualquiera de los palos del Flamenco reconstruyéndose para no dejar de ser quienes eran. Saben que su cante quitará el sentido de cualquiera que lo sienta. Si hay suerte, esta noche habrá intercambio de teléfonos y con el tiempo, quién sabe, quizá un «Papa, me gusta una niña. Vamos a pedirla».

Es ruidoso este cortejo al que ellos llaman ‘roneo’, pero es bonito. Sin contacto físico, la honra está siempre de por medio. Solo el roce sutil y provocador de las miradas que quedarán tatuadas en la memoria y liberarán un suspiro al recrearlas.

Con el pelo alborotado
me gusta mi Mariquilla
la ropa por la rodilla
el refajo encarnado
y el color de sus mejillas

                                          Zánganos de Puente Genil

El Madelman

―¿Crees que habremos hecho bien?

―Pues claro mujer, no podíamos hacer otra cosa. Todavía no tiene edad para darse cuenta.

―Sí, claro – noté que contestaba de forma automática.

―Anda, vamonos a la cama que mañana será un día largo y ya sabes cómo madrugan.

Escuché el clip del interruptor de las luces del salón y sus pasos alejándose sigilosos en dirección al dormitorio. La casa quedó en completo silencio, pero sumergido en él, cual sonar de submarino en las oscuras y profundas aguas del océano, podía distinguirse un sutil zumbido eléctrico que no identifiqué con el del frigorífico. No, seguramente serían las luces del árbol que se hallaban justo sobre mí.

¿Qué podían haber hecho mal? Seguro que no se referían a mí. Cuando alguien adquiere un guerrero es para que le proteja de sus enemigos, reales o imaginarios. Ya no quedan guerreros en el mundo. Quizás en alguna tribu salvaje africana los jóvenes todavía se enfrentan a sus miedos – la noche, los leones, la soledad – pero en el que llaman «mundo civilizado» ya no existen, ahora solo hay soldados. No tienen una lanza que dependa de su destreza, pero cuentan con un arsenal de armas que destruyen y matan sin ver el objetivo. Los soldados no toman decisiones, solo acatan órdenes de superiores y estos a su vez de otros superiores y así en una larga cadena de la que jamás se puede ver el primer eslabón, el cual se me antoja que será el más débil y que por eso se esconde tras ese laberinto de pasos intermedios.

Yo soy mucho más que un soldado. Me gusta pensar que soy un guerrero. Soy el muñeco articulado más perfecto del mercado, un Madelman. Fusil de asalto, granadas y un machete para zonas selváticas me acompañan. Pero no soy un muñeco mecánico, el uso de todo lo que tengo no lo determinará una simple pila y un circuito electrónico, sino las decisiones de mi dueño, al que estoy deseando conocer.

No me catalogan como juguete educativo, pero yo sé que cumplo una misión: proteger a mi dueño y ayudarle a crecer asumiendo el papel de vencedor. Juntos ganaremos batallas, haremos saltar por los aires comandos de enemigos. El miedo al fracaso, a la invisibilidad o incluso a los compañeros abusones quedará lejos mientras estemos juntos. Habrá heridas de guerra. Algunos raspones no podrán ser curados con mi botiquín de campaña, para esos estará la mano solícita de su madre. Llegará el día en que ya no me necesite más, seguramente para entonces ya no quedará nada de mi arsenal e incluso habré perdido algún brazo, pero no importa, porque la misión estará cumplida y ya nunca me borraré de sus recuerdos.

Oigo pasos. Son suaves y rítmicos. Vienen descalzos y corriendo. Son ellos, ¡por fin!

―¡Mamá, papá venid, los Reyes ya han llegado!

Oigo rasgar de envoltorios, risas, aplausos y gritos de alegría, alguno se confunden con los maullidos de un gatito.

―Mira mamá, este es para Ale- ¡Por fin conozco su nombre!

―¿Puedo abrirlo yo? Ale no va a saber. Anda mamá déjame ―dice una voz infantil y femenina alargando las sílabas.

Cuatro grandes ojos de niña, abiertos como platos, me miran asombrados. Silencio. El pánico se refleja en la mirada cómplice de los padres que contienen la respiración como si fueran a saltar a la piscina.

―Creo que se han equivocado-dice la mayor con naturalidad―esta no es la muñeca que pedimos.

Me inspecciona de arriba abajo, lanza por los aires todas mis armas, mueve todas mis articulaciones, me baja los pantalones. Rabia y vergüenza, soy un ascua ardiente pero nadie lo nota.

―¡Que guay Ale! – dice la niña con una chispa en la mirada – ya sé lo que haremos. Tu muñeco va a ser el novio de mi Barbie y conducirá el descapotable rosa.

Me dobla las piernas y me coloca en el interior del coche de plástico con las manos sobre el volante. A mi derecha ya está sentada una bonita rubia con cuerpo de reloj de arena. Nos miramos risueños mientras nos hacen rodar por el suelo del salón.

La tía Concha

La casa-cuartel hacía esquina, por un lado daba a la escuela y por el otro a la calle Mayor que conducía a la plaza del pueblo. Nuestro pabellón no tenía agua corriente, como el resto, pero el cuartel tenía un patio con suelo de arena y algunas jardineras descuidadas en cuya parte cubierta estaban las letrinas y un grifo para coger el agua. Solo las mayores teníamos edad para acarrearla, el cubo entonces se nos antojaba enorme y pesado, nos turnábamos en cada tramo de subida pero, a pesar de nuestro esfuerzo, su poco contenido se iba derramando escaleras arriba antes de llegar a la casa. Allí, en aquel patio, en los atardeceres del verano nos bañaban a los chiquillos en baldes metálicos que habían permanecido al sol todo el día para que el agua se templara.

No era el primer pabellón que habitábamos, hacía poco que nos habíamos mudado desde otro algo más chico que estaba enfrente del de la mujer del cabo. Éramos cuatro niñas y estaba a punto de nacer la quinta, así que el espacio no venía nada mal.

Al entrar en el pabellón había una amplia sala de estar dónde unos atractivos y galanes piratas encarnados por Errol Flynn y Burt Lancaster nos acompañaban en las sesiones de tarde de los sábados. A su derecha estaba la cocinilla encalada con su despensa, por cuyo ventanillo se podía ver la calle que subía a la tahona y lindaba por la derecha con la valla del patio del colegio. En las tardes de invierno el patio estaba a oscuras convirtiéndose en mi mayor tortura cuando me mandaban algún recado. Al fondo y a la izquierda del cuarto de estar se abría la entrada a una amplia sala que hacía las veces de dormitorio de matrimonio y en la que es difícil imaginar alguna intimad conyugal, pues de ella salían dos alcobas ciegas que se comunicaban por un ventanuco alto en la pared medianera. Allí dormíamos las hermanas, de dos en dos y, en las siestas impuestas del verano, saltábamos en las camas tratando de vernos por la abertura.

Todas habíamos nacido en casa, la señora Paca asistía a mi madre en los partos. La partera siempre me pareció una abuela, era mujer de moñete y saya, nunca supe su edad. Cuando íbamos por su casa no podía quitar los ojos del tapete de ganchillo con cuerpos de cisne que adornaba la mesa camilla. En mi casa no hubo nunca muchos adornos, excepto un jarrón negro de cuello largo, regalo de boda, y un niño Jesús en su pesebre que a mi madre le había tocado en un rifa y al que tenía mucha devoción.

La pequeña nació mientras estábamos en la escuela. Nada hacía pensar que algo hubiera ocurrido en aquella casa, a no ser porque mi madre estaba acostada, raro en ella, con una pequeña criatura en la cama grande de la sala. No quedaba ni el más mínimo rastro de la batalla, todo estaba recogido y limpio. La verdad es que aquello no era gran cosa para nosotras, tan solo era una más.

Pero aquella tarde llegó también la tía Concha, la pequeña de las hermanas de mi madre venía para echarle una mano. La tía Concha y el abuelo, como muchos otros, habían abandonado el pueblo a finales de los sesenta para buscarse la vida en la capital. Llegó con aires de modernidad, con el vestido más corto del pueblo y con un cardado en su pelo oscuro que le hacía parecer la mismísima Concha Velasco, el lunar que tenía sobre el labio ayudaba bastante.

Hablaba tranquila, lentamente, sonreía con los ojos y tenía un aire picarón. Nosotras la mirábamos embobadas. ¡Aquello sí que era una novedad! Entonces sacó un cigarrillo, lo encendió, nos miró risueña y dijo sin ningún indicio de autoridad en su tono: «no le digáis nada a vuestra madre».

Evacuación, evacuación, evacuación

En un par de horas cambiaríamos las húmeda y fría Bruselas por el caluroso y seco verano de Madrid. Después de tantos meses embarcábamos, por fin, en el vuelo IB 3203 con destino a la capital de España. Al pisar el interior de la cabina me sorprendí a mi misma con prejuicios que creía no tener. Para mi sorpresa me llamó la atención uno de los auxiliares de vuelo de este viaje, Ramón Marquina rezaba en su placa de identificación.

Aún quedaban en mi mente reminiscencias de la glamurosa etapa de la aviación de los años 80 y 90, cuando para ser azafata había que pasar una dura selección en la que contaban también los cánones estéticos. Pero los tiempos habían cambiado mucho desde entonces, todos estábamos ya acostumbrados a que la palabra «azafata» fuera sustituida por «auxiliar de vuelo» o incluso por las siglas TCP o «tripulación de cabina de pasajeros», la cual estaba formada tanto por hombres como por mujeres. Pero la verdad es, que si bien la edad no contaba mucho para ellas los hombres eran siempre relativamente jóvenes.

Ramón, sin embargo, era un hombre maduro, rozando o quizás incluso pasando ya de los 60 años. Alguna vez fue rubio, pues entre las canas y la calva todavía se veían algunos cabellos dorados. Su calva era de tipo coronilla, como la de los monjes, pero podía verla cómodamente desde mi asiento pues Ramón no era muy alto, al menos para ser auxiliar de vuelo. Lucía una alianza de matrimonio que le confería un aire de hombre de familia. De no ser porque todavía estaba en activo, hubiera dicho que no sólo era padre, sino que probablemente ya debía ser abuelo. Seguramente ya fuera personal de tierra, pero las últimas circunstancias lo habrían obligado a estar de nuevo en el aire.

Parecía un hombre afable, dispuesto a conversar con todos, pero aunque chapurreaba el inglés, su cháchara con los pasajeros se escuchaba claramente en español. Su estilo era el de la vieja escuela: aseado, respetuoso y volcado siempre al cliente. Podía imaginarle en su etapa de juventud, entrando con paso firme en un mundo por entonces feminizado y disfrutando alegremente con los compañeros de vuelo en las cortas estancias de descanso entre trayectos. Lo imaginaba en vuelos nacionales que unían la capital con las islas y la costa del Mediterráneo, meca del veraneo español.

Ramón fue directo a las filas de butacas situadas en la salida de emergencia, primero se dirigió a los que estaban situados a mi izquierda para darles las instrucciones de cómo actuar.

Señora preste atención que está usted sentada en una salida de emergencia y de usted depende la seguridad de todos – dijo como mucha ceremonia-. En el caso muy improbable -continuó- de que se diera una situación de emergencia, usted escuchara: evacuación, evacuación, evacuación. El mensaje se repetirá tres veces y entonces usted deberá romper este marco -repasaba con el dedo un recuadro en la pared- y tirar de la manivela que hay debajo para abrir la puerta que permitirá la salida de todos los pasajeros.

Luego se dirigió a los pasajeros del lado derecho y repitió exactamente, palabra por palabra, el mismo mensaje. No era el discurso habitual, no solo yo me quedé atónita. Mientras hablaba, mi díscola imaginación me trasladó al último documental que había visto en televisión y lo comparó con Heinrich Kubis, el primer tripulante de cabina de la historia de la aviación civil. Kubis sobrevivió al incendio del zepelín Hinderburg cuando la nave estalló en llamas cerca de Nueva Jersey, el 6 de Mayo de 1937. Cuando el Hinderburg estaba suficientemente cerca de la tierra, Kubis animó a los pasajeros y a la tripulación a saltar desde las ventanas y luego saltó el mismo.

Pero las risitas de los jóvenes que estaban delante de mí me sacaron de mi ensoñación. Los chavales se burlaban y cuchicheaban haciendo mofa del discurso y de la situación. Menos mal que, al menos, no advirtieron que durante todo el vuelo Ramón llevaba la bragueta semiabierta.

Definitivamente ya no estaba en su elemento, su tiempo había pasado.