«No tengo ninguna duda de que en el curso del tiempo esta nueva ciencia será mejorada con más lejanas observaciones e incluso mucho más con pruebas verdaderas y concluyentes. Pero eso no disminuye la gloría del primer observador» [1].
Galileo
Es fácil imaginar a los primeros observadores mirando la oscuridad del cielo nocturno cubierta de brillantes puntos de luz y pensando que, quizás, era el techo del mundo donde se encendían los fuegos de los dioses. Como seres visuales, la luz que nos llega desde muy lejos condiciona nuestra forma de pensar. Así, desde las reliquias de las primeras civilizaciones a inscripciones en oráculos chinos, desde los libros de jeroglíficos mayas a las tablas de Babilonia, en todos recogieron información sobre brillantes cometas, movimientos precisos de Venus y ciclos de la Luna y los errantes[2]. Mucho más tarde, un grupo de peculiares mujeres capturaba también el misterio del Universo en nueve volúmenes de clasificación estelar con más de 250 páginas cada uno, proporcionando así los fundamentos empíricos para futuras teorías astronómicas.
La Astronomía nació de la unión de la curiosidad por lo remoto con la necesidad de lo práctico: trazar el patrón de las estrellas permitía establecer sistemas de coordenadas en los cielos, sus figuras estelares a lo largo de las estaciones servían de marcadores para la agricultura, la medida del tiempo o la navegación. Pronto las estrellas permitirían que los grandes aventureros se embarcaran en sus naves y surcaran los mares prohibidos rumbo al descubrimiento de sus vidas.
Más de 5000 kilómetros de océano es lo que separa Cambridge College del Observatorio de Harvard. Con tan solo un baúl, el violín heredado de su padre y los conocimientos adquiridos en el laboratorio de Cavendish, los recorría el 10 de septiembre de 1923 una joven estudiante de física. Cecilia Payne iba a hacer el descubrimiento que le estaba destinado: dar a conocer de qué están hechas las estrellas.
Para entonces la astronomía había dejado de ser el esfuerzo de aficionados. Convertida en una verdadera profesión, las universidades competían por albergar los más grandes telescopios de refracción pues sus avances iban inevitablemente ligados a los de la instrumentación. Galileo, el primero en usar el telescopio, nos introdujo en un intrincado universo de inesperado cambio; Newton, desde una perspectiva teórica, nos enseñó que el movimiento podía describirse con las mismas leyes físicas en la tierra y en el cielo. Pero lo que hizo que el astrónomo fuera algo más que un bibliotecario celestial fue la introducción del espectroscopio, aparato que podía descomponer la luz de las estrellas en su gama de colores (espectro), permitiendo discernir la química de los cielos. Con el tiempo, el uso de detectores que alcanzan longitudes de onda que nuestro ojo no puede percibir y sistemas computacionales para procesar inmensas cantidades de información permitirían rebasar los límites de nuestros sentidos y entrar en una era digital.
Sin embargo, cuando Cecilia llegó al observatorio de Harvard el mundo todavía era analógico y en una habitación subterránea bajo la rotonda circular del Telescopio encontró algo más que polvo: cientos de miles de placas fotográficas de cristal que registraban los espectros de prácticamente cada estrella visible.
Unos años antes, el innovador director del observatorio, Eduard Pickering, se embarcó en el titánico esfuerzo de fotografiar todo el firmamento. Muchas de las placas fotográficas eran enviadas desde otros observatorios, Perú, África del Sur, Nueva Zelanda y Chile, siguiendo largas y peligrosas travesías. Desde los Andes peruanos, por ejemplo, las cajas de placas cuidadosamente empaquetadas por el astrónomo Solon I. Bailey, descendían a lomos de mulas, cruzaban un puente colgante hasta la ciudad de Chosica donde la frágil carga tomaba el tren en dirección a Lima y desde allí continuaba su largo viaje hasta el puerto de Boston. Conforme los botes con placas llegaban a Harvard se recogían y montaban en marcos de madera en los que eran analizadas con lupas de aumento y cuidadosamente clasificadas.
Para el análisis de este ingente caudal de datos Pickering, defraudado por la baja productividad de los asistentes masculinos, en una arrebato contrató a su joven ama de llaves, Williamina Fleming, y a un equipo de mujeres cuyos excelentes resultados demostraron que su intelecto encajaba en el proyecto, hecho que ya había demostrado la más famosa astrónoma americana de la época, Maria Michell. Lo que comenzó con un momento de rabia estableció una tradición que duraría décadas: más de 80 mujeres entre 1877 y 1919 trabajaron como computadoras del observatorio de Harvard, conocidas informalmente como “El harén de Pickering”.
Por 25 céntimos a la hora, la mitad del salario de un hombre, durante 6 días a la semana las computadoras realizaban un meticuloso trabajo, midiendo y calculando la posición y el brillo de pequeños puntos mediante la aplicación de fórmulas matemáticas y teniendo en cuenta las anotaciones que los observadores (hombres) había hecho durante la noche. La tarea requería un trabajo en pareja de alta concentración: una de ellas analizaba la placa y en voz alta enumeraba lo que en ella encontraba mientras que la otra lo registraba en un cuaderno de notas.

Aunque “Pickering escogió a su equipo para trabajar y no para pensar”, algunas de estas mujeres se enfrentaron al reto de dar sentido a aquellos patrones. Williamina Fleming catalogó cientos de novas, estrellas variables y nebulosas bajo un sistema de su propia invención. Antonia Maury, soñadora y poeta, siempre ralentizaba el trabajo con sus preguntas sobre el significado de las cosas. Esta discípula de María Michell consiguió establecer el tamaño relativo de las estrellas a partir de los espectros. La «reina suprema» y física por Wellesley, Annie Jump Cannon, era físicamente perfecta para la tarea: sufría una sordera parcial pero sus maravillosos ojos podían ver lo que pocos eran capaces de detectar. Su velocidad para clasificar era asombrosa, hasta 300 estrellas por hora. A lo largo de su carrera inspeccionó más de15000 placas y fue famosa por generar un esquema de clasificación estelar basado en la temperatura que todavía se usa hoy en día. La última y “probablemente la más brillante” de las Computadoras de Pickering, cuya vida ha sido llevada a escena en la obra de Lauren Gunderson Silent Sky, era graduada por Racliffe. Henrietta Leavitt compartía con Annie la sordera parcial y con Antonia la necesidad de entender lo que estaba clasificando. En su estudio de las estrellas variables conocidas en su colección como Las Nubes de Magallanes, encontró que la relación período-luminosidad es fundamental para determinar la distancia de las estrellas a la Tierra.
Cecilia, cuya historia merece un capítulo especial, recibió la primera beca Pickering y llegó a Harvard bajo el reinado de su sucesor, Harlow Shapley. Tan solo conoció a dos de las computadoras del harén: Antonia Maury y Anni Jump Cannon. Un par de años antes de su llegada Henrietta Leavitt murió de cáncer, lo que no impidió que hubiera una dulce conexión entre ambas, entre el presente y el pasado. Se decía que la lámpara de la Señorita Leavitt a veces se mantenía encendida durante la noche porque su espíritu todavía buscaba los secretos de las placas. En realidad era Cecilia quien desde el despacho de Henrrieta, heredado a su llegada a Harvard, la mantenía encendida trabajando sin descanso para convertirse en una verdadera astrofísica y redactar la tesis más brillante jamás escrita en astronomía: Stellar atmospheres.
Aunque todas ellas fueron reconocidas en su momento y durante décadas ganaron reconocimiento a lo largo del mundo por su contribución a la astronomía, hoy su historia ha quedado semienterrada, lo que no disminuye su gloria. Su esfuerzo cubrió de placas de cristal la bóveda del firmamento pero también pavimentó el camino para que otras mujeres trabajaran en computación, ingeniería y en la industria espacial como computadoras humanas.
[1] Esta cita corresponde a un escrito de Galileo a William Gilbert, investigados de magnetismo, pero hemos considerado apropiado adaptarla a la astronomía.
[2] Los planetas
Fuentes:
- What starts are Made Of: the life of Cecilia Payne-Gaposchkin /Donovan Moore / Harvard University Press, 2020.
- Beyond Curie: Four women in physics and their remarkable discoveries, 1903 to 1963 (IOP concise physics)
- Archives of the Universe, 100 discoveries that transformed our understanding of the cosmos /Marcia Bartusiak/ Vintage Books, 2004
- Decembre2, 2016 ,The Glass Universe: Harvard’s Women Who Revolutionized Astronomy-The Atlantic
- The Women Who mapped the Unverse And still Couldn’t get Any respect. Natasha Ceiling, September18, 2013
- A trip back in Time and Space, July 10, 2007 by Gregory Johnson, New York Time
- Silent Sky, Lauren Gunderson