El sueño de María

Los pequeños cristalitos de las grandes lámparas de gas del salón de baile reflejaban la luz del bulbo central creando un efecto encandilador que le recordaba a las entrañables fiestas navideñas del hogar paterno. Los pies de los bailarines se deslizaban al son del rápido vals de Strauss por su oscuro suelo de tarima de roble, tan pulido como los zapatos de los danzantes. Todas las parejas vestían igual: esmoquin negro ellos, vestido blanco de noche largo que recogían con la mano derecha ellas . Giraban en torno a sí mismas en sentido de las agujas del reloj mientras recorrían la estancia en sentido contrario. A gran velocidad. Cerraban un gran círculo que rodeaba la estrella de marquetería en roble más claro que ocupaba el centro del salón, como si fueran una guirnalda.  Un grupo nuevo de bailarines se incorporó a la sala de baile. Les fue imposible romper el círculo que formaban los primeros para incorporarse y por ello se acomodaron en un círculo mayor que los rodeaba. Comenzaron a danzar en sentido contrario. Todos en perfecto orden. Parecían capas de una cebolla cortada por la mitad.

Sonó una campanita. ¿Cambio de sentido? Cualquiera que hubiera bailado el vals vienés sabría que no costaba lo mismo bailar en una dirección que en la contraria y también sabría lo difícil que resultaba invertir la rotación. Pero los bailarines parecían ajenos al sonido y continuaban con la inercia del baile sin intención de cambio. La campanita sonó de nuevo. Esta vez algo despertó en la conciencia de María, por un momento dudó desorientada. Era el despertador.

Unos segundos tardó en despertar completamente, segundos en los que revivió el sueño en su cabeza para no olvidarlo. No era la primera vez que giraba en sueños. Unas noches antes había soñado estar dentro de una taza gigante. Esas tazas de feria que giran alrededor de su eje central a la vez que describen un círculo completo sobre la plataforma de la atracción. Pensó que ambos sueños tenían muchas similitudes y fantaseó con la idea de que podrían tener relación con la investigación que desde hace un año ocupaba su mente noche y día ¿No estaría obsesionándose? Los ruidos cotidianos y la voz de Joe recordándole que se hacía tarde la sacaron de su ensimismamiento y relegó los sueños a un oculto cajón de su memoria inconsciente


―Hoy volveré tarde, pasaré por el despacho de Fermi antes de venir ― le dijo a Joe al salir del coche mientras plantaba un cariñoso beso en su mejilla.

María había llegado a Chicago un par de años antes con un puesto, por fin, remunerado como profesora asociada de la universidad. Hasta ahora siempre había antepuesto la carrera de Joe a la suya y las leyes anti-nepotismo le habían impedido consolidarse como científica independiente y recibir un salario justo. Pero también llegó con la idea de continuar su trabajo con Eduard Teller en el “Proyecto Secreto” que se había iniciado durante la guerra en el Laboratorio Metalúrgico, ahora sustituido por el Laboratorio Nacional de Argonne bajo la dirección de la reciente Comisión de Energía Atómica. Había aceptado compaginar el puesto de Física Senior en la División de Física Teórica del laboratorio con el trabajo de la universidad. Pero el laboratorio estaba interesado en la Física nuclear, disciplina en la que tenía poca experiencia. Por otro lado, Teller quería a alguien que trabajase con él en la fascinante teoría del origen de los elementos. Quería un colega que le sirviera de audiencia y que supiera de matemáticas, una de las áreas en las que María era experta.

Pronto ambos, María y Teller, se dieron cuenta de que algunos elementos como el estaño o el plomo eran más abundantes de lo que cualquier teoría podía explicar. Se preguntaban por qué esos elementos en particular tenían núcleos tan estables. Pero Teller estaba, como siempre, disperso con varios proyectos y viajaba constantemente por lo que María se enfrentó sola al reto de descubrir que en todos esos núcleos el número de protones o de neutrones era muy especial. Tan especial que para captar el espíritu de misterio que los envolvía se refería a ellos como “números mágicos” y conforme el número crecía -2, 8, 20, 28, 50, 82 o 126- el misterio parecía más y más profundo. Cada noche, María volvía a casa completamente inmersa en la investigación del día. No era capaz ni de atender a los niños, tan solo encendía un cigarrillo tras otro y hablaba y hablaba y hablaba sin parar de números mágicos mientras Joe asentía y le animaba a acumular más datos.

Los intentos por interesar a Teller en su investigación no dieron ningún fruto. María coleccionaba números mágicos que los experimentos de la Universidad de Chicago reproducían una y otra vez indicando una posible simetría nuclear, pero él estaba mucho más interesado en el desarrollo de armas nucleares.

Así que ella se había acostumbrado a visitar a Enrico Fermi de forma asidua, parecía ser el único científico en Chicago interesado en su trabajo. Su amistad se remontaba a la primera vez que los Fermi llegaron a Estados Unidos, ambos habían encontrado casa en Leonia, cerca de la Universidad de Columbia. Por aquel entonces, mientras Enrico convencía al gobierno de iniciar una investigación nuclear, María introducía a Laura Fermi en los secretos de la vida americana que más la aterraban: la lavandería y el supermercado.


El despacho de Enrico estaba en la tercera planta, con vistas al jardín y orientado al oeste. Aquella tarde de abril, la puesta de sol desde los ventanales del despacho resultaba muy estimulante. Para ella era un lugar especial donde siempre se hablaba de ciencia con la ligereza que se habla de cualquier banalidad. El gran talento de Fermi, tanto teórico como experimental, estimulaba a María a buscar soluciones sencillas a problemas complejos. Se sentía cómoda y fumaba en exceso, pero para Enrico eso no era ningún problema.

Mientras hablaban de su teoría sobre los números mágicos, sonó el estridente pitido del interfono.

―Buenas tardes, señor Fermi. Tiene una llamada de larga distancia― comunicaba la metálica voz del aparato.

―Gracias, bajo enseguida― y volviéndose a María le dijo ―Tengo que dejarte un momento, no tardaré―

Apenas había abierto la puerta cuando se volvió y le preguntó ―¿Podría tu teoría explicar el acoplamiento spin-órbita?― y desapareció en dirección a la escalera.

La pregunta desencadenó en María una especie de flash de revelación, como un pálpito. No sabía cómo, pero era capaz de explicar por qué ciertos números mágicos se ajustaban a ciertos núcleos. Había dado con la pieza final del puzle. Sabía que debía ser así, que había resuelto el misterio. Solo deseaba coger papel y lápiz y comenzar a calcular que lo que pensaba era correcto.

Al ver los resultados, una sensación desconocida e indescriptible recorrió su cuerpo. No eran nervios, aunque su cabeza parecía acelerase sin control. No era vértigo, pero se sentía como si callera al vació. María experimentaba la excitación emocional y física que acompaña a los largos y profundos procesos creativos. Acababa de experimentar lo más parecido a la felicidad: la plenitud de descubrir.

Fermi apenas tardó diez minutos en volver y María salió a su encuentro.

―Enrico, ya lo tengo, ya lo tengo, tienes que ver esto― y comenzó a explicarle su nueva teoría. Las palabras salían a borbotones y sin pausa. Pero Fermi era un hombre que gustaba de la calma, el detalle y de explicaciones metódicas.

―Mañana, cuando estés menos excitada, me lo explicas― dijo con una sonrisa mientras cogía su sombrero y abandonaba el despacho.

Lo que María acababa de descubrir era que el número mágico de un núcleo estable era función de dos cantidades bien conocidas: el spin y el momento angular orbital de cada partícula.

Su sueño contenía la respuesta a la pregunta de Fermi sobre el acoplamiento spin-orbita. Al igual que los bailarines giraban en torno a sí mismos moviéndose alrededor del salón, cada nucleón gira alrededor de su eje y al mismo tiempo tiene un momento en órbita que determina su nivel de energía. Los bailarines de cada círculo representaban el número de partículas nucleares en cada capa.

A pesar de haber escrito antes artículos importantes esta vez le resultó mucho más difícil. Tenía miedo, miedo de presentar sus ideas a la comunidad científica. Quizás no fueran tan originales como ella creía o tal vez había estado influenciada por otros artículos que había leído. Joe puso el lápiz en sus manos y la insistió hasta que escribió sus descubrimientos de forma preliminar. Le pidió a Fermi que firmara con ella.

―No, María. Yo solo te hice una pregunta. Debes aparecer tu sola.

Tan solo redactó una escueta carta al editor que fue publicada en junio de 1949 en la revista Physical Review.


Un timbre sonó en la lejanía, pero no los sacó del sueño. La segunda vez que sonó el teléfono los despertó completamente. Eran las dos de la mañana.

― Llamada de larga distancia desde Estocolmo― dijo la telefonista y escuchó el cambio de clavija de la centralita.

Tapó el micro con la mano y se giró ―Joe ¿a quién conocemos en Estocolmo?

Antes de que pudiera responderle se oyó la voz del periodista que llegaba fuerte y clara a pesar de la distancia.

― ¿María Goeppert Mayer? 

― ¿Si?

―Llamo para comunicarle que ha sido galardonada con el premio Nobel de física…―La sensación de irrealidad la paralizó, creía que era una equivocación.

―María, ¿me escucha?

―Sí, sí, sigo aquí, es que… realmente no sé qué decir― gritó María ― ¿Es cierto? No puedo creer que sea cierto― Buscó a Joe con la mirada, pero él ya estaba en la cocina y la esperaba con una botella de champan.

A la mañana siguiente una multitud de cámaras y reporteros esperaban a las puertas de la casa donde llegaba un torrente continuo de telegramas y flores.

Nunca, ni en sus anhelos más profundos, soñó María que aquella simple carta de hace 14 años, una obra maestra de claridad y concreción, la convertiría en la segunda mujer en recibir el premio Nobel de Física y la tercera Nobel en Ciencia.


Bibliografía:

Maria Goeppert Mayer Physicist by Joseph P. Ferry

Son of (Entropy)2 by Peter C. Mayer


Con este texto participo en la iniciativa de @hypatiacafe del mes de enero de 2023. Humilde contribución a #PVenero2023

La culpa fue de Arquímedes

Recuerdo la primera vez que algo de la clase de ciencias me impresionó hasta el punto de robar mi atención, cosa nada fácil para una chica de mi edad. Fue en el curso escolar 1978-79; en la clase del final del pasillo a la izquierda, en  la segunda planta de un colegio de provincias y yo; una niña ingenua de séptimo de EGB que escuchaba embobada el principio de Arquímedes. Pensé ―yo enseñaré eso alguna vez―. Aquella impresión marcaría mi trayectoria, pero eso lo supe mucho, mucho más tarde.

Por aquel entonces, yo no sabía lo que era la Ciencia y mucho menos lo que era ser científica. Para mí las ciencias naturales (todavía era pronto para distinguir), las matemáticas o la lengua no eran más que asignaturas que se enseñaban en el colegio. De hecho, el principio de Arquímedes tenía nuestra propia versión de colegiales mucho menos científica: «Un alumno sumergido en un suspenso experimenta un empuje vertical y hacia arriba en dirección al aprobado igual al peso del jamón desalojado por su padre».

Siempre me he debatido entre las ciencias y las letras. ¿Por qué elegir? Todo parecía apuntar a que yo debía ser una niña de letras. Sin ir más lejos, al año siguiente de mi encuentro con Arquímedes, justo antes de acabar el colegio, quedaba finalista provincial en el XX Concurso  Nacional de Redacción; aquel que patrocinaba Coca Cola. Aún recuerdo el tema. Pero como mi memoria es caprichosa, ya se ha inventado cosas otras veces, lo he buscado en internet y sí, no estaba tan desencaminada; el titulo exacto era: “El progreso del hombre en los dos últimos milenios, un punto de partida para el  futuro”. ¿No os parece premonitorio? Bueno, en realidad tan solo fui la última seleccionada de la provincia y seguro que ni siquiera  fui capaz de nombrar a ningún científico en mi texto. Me queda la duda de si mencioné a Arquímedes.

Mis años de instituto pasaron haciendo visitas al departamento de griego en busca de un papel en alguna de las tragedias que interpretaban. Yo me presentaba a Medea y ellos me daban el papel de esclavo en una comedia de Plauto. Y sí, como cualquier buen adolescente también cultivaba esa poesía intimista en la que rumiamos nuestros sentimientos más superficiales y universales creyéndolos excepcionalmente únicos y profundos. Pero mi elección, cuando había que elegir, eran siempre las ciencias.

Todo acaba y el instituto también. Lo lógico, con recursos limitados y sin tradición universitaria familiar, hubiera sido cursar Magisterio que es lo que se podía hacer en mi ciudad. Pero para asombro de muchos, incluida yo misma, decidí estudiar Físicas. En mi familia no entendían lo que era aquello y siendo sinceros, yo tampoco. Mirado con retrospectiva me parece que mi determinación era algo inusual: no conocía a nadie que hubiera estudiado Físicas, tampoco conocía el alcance de mi elección ni los obstáculos que se añadirían: una ciudad más grande, el inglés, la informática… ¿Qué me llevó a tomar esa decisión y completarla? 

Muchos años después, cuando alguien me preguntó por qué estudié ciencias, yo respondí sin dudarlo ―porque quería enseñar el principio de Arquímedes―. Fue ahí cuando me di cuenta de que no importaba lo que se me diera bien o mal, o lo fácil o difícil del camino porque la decisión estaba tomada desde que tenía 13 años y ni siquiera lo sabía. ¿Entendéis ahora por qué es tan importante que las niñas se sientan impactadas por algún concepto científico a edades tempranas?

Nunca fui profesora, o al menos como yo me lo imaginaba. Tampoco me considero científica, aunque haya estudiado Físicas y trabaje en tecnología nuclear. Posiblemente hay una cierta similitud entre la industria y la ciencia, entre la investigación y el desarrollo, entre formar a nuevos compañeros y la docencia, pero tengo tan mitificada la labor científica que no puedo menos que diferenciarlos.

Y como veis he vuelto a tener escarceos con las letras. No puedo evitarlo. Aunque tampoco me siento divulgadora puesto que creo que es algo  ligado a la investigación científica. Pero puedo hablar de ciencia y de científicos y aprender lo que no aprendí en la carrera: sus historias.

Me sigue impresionando ver un transatlántico flotar en medio del océano o ver un avión aterrizar y despegar. No me acostumbro. Quizás sea porque a mí me da miedo la inmensidad: la enormidad del Universo, las profundidades del mar, la velocidad a la que viaja la Tierra o el espacio vacío del átomo. Probablemente nunca entenderé la física cuántica, pero es que para eso, hay que ser muy valiente.


Me resulta extraño hablar de mí en un blog que está destinado a hablar de otros, pero sirva como entrada que participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVprimeravez.


Las fotos corresponden a un grafiti de la ciudad de Bruselas y a mi primer año en la Universidad de Valencia.