La vocación de Cecilia

Aquella niña tenía un sueño: ir a Cambridge y estudiar paleobotánica.

Con apenas 6 años Cecilia pidió leer la enciclopedia británica y a los 8 distinguió en el jardín de su casa una rara variedad de orquídea, lo que le llevó a  hacerse la promesa de consagrarse al estudio de la naturaleza. Pero poca ciencia se enseñaba en el riguroso colegio católico en el que estudiaba, donde prevalecía la idea de que  las señoritas deben centrarse en la lectura y la escritura y que no necesitan desarrollar habilidades numéricas.

Cuando todavía era aún una colegiala la invitaron a ver el jardín experimental de William Bateson, posiblemente un hombre muy amargado. Cuando le comentó que para ella investigar debía ser lo más extraordinario del mundo, él le espetó que no era maravilloso en absoluto, que era tedioso, desalentador e incluso molesto. Casi la hizo llorar. Le causó una gran impresión, pero obviamente no le hizo cambiar de opinión acerca de investigar.

Afortunadamente para Cecilia, entró en escena Dorothy Daglish, quien fue contratada para enseñar botánica y quien inmediatamente reconoció en la joven una genuina pasión por la ciencia. Dorothy instruyó a Cecilia en los compuestos químicos del laboratorio, le introdujo los libros de física y la llevó a los museos e incluso unas Navidades le regaló un libro de Astronomía.

Pero en un mundo en guerra nada es duradero y tampoco lo fue la vida de Dorothy, quién enfermó antes de que Cecilia pudiera completar su formación.  A pesar de ello Cecilia estudió botánica por su cuenta obteniendo las mejores puntuaciones del examen preparatorio para la universidad. Pero bien sabía ella que para convertirse en científica necesitaba también preparación en matemáticas y alemán, algo para lo que el colegio no estaba preparado. Quizás sea ésta la primera vez en la historia que un colegio expulsa a un alumno por sus altas capacidades, pero lo cierto es que Cecilia, que solo había recibido instrucción formal en latín y griego, acabó expulsada cuando tan solo le faltaba un año de preparación.

Con diecisiete años su sueño de ir a Cambridge parecía evaporarse: el mundo estaba en guerra, su familia  no podía permitirse el gasto y la sociedad inglesa de la época no estaba cómoda con que las mujeres estudiasen ciencias.

Pero eso no iba a detenerla, así que Cecilia optó por una  línea aún más difícil  y estudió física. No fue nada fácil ser la única alumna, ni sentarse sola en la primera fila, ni tolerar el carácter de Rutherford quien no apreciaba a las mujeres en el laboratorio. Su actitud decepcionó profundamente a Cecilia, quien decidió de nuevo cambiar de dirección en cuanto pudiera.

Una conferencia en el Trinity College sería la señal que orientaría a Cecilia en su tránsito por esa compleja red de carreteras que unen todas las disciplinas científicas. Eddington, quien era conocido por sus trabajos relacionados con la teoría de la relatividad  y su habilidad para explicar los conceptos tanto en términos científicos como para el gran público, acababa de regresar de una  expedición a Brasil donde durante un eclipse grabó por primera vez la curvatura de la luz  predicha por Einstein. Cecilia quedó fascinada y al día siguiente transcribió de memoria la conferencia entera, palabra por palabra y tomó una decisión: estudiaría astronomía.

Si nada la había detenido siguiendo sin mapa un camino tortuoso, ahora que había cogido la autopista ya nada podría impedir que  hiciera el hallazgo que le estaba destinado.

Un retrato al aleo de  aquella niña, ahora Cecilia  Payne – Gaposchkin, se exhibe en el hall de la Universidad de Harvard, nada menos que a pocos metros del de Abbot Lawrence Lowell, quien decretó que las mujeres nunca enseñarían allí. Pero Cecilia no solo enseñó en Harvard sino que escribió la tesis más brillante jamás escrita en astronomía y  descubrió de qué están hechas las estrellas. Si Copérnico, Newton o Einstein nos enseñaron maneras nuevas de mirar al universo, Cecilia nos descubrió su composición

Su fuerte vocación y el encontrar a personas que supieron trasmitir la belleza de la ciencia permitieron que lograse encontrar su camino sin desanimarse. Después de todo, su vocación la estuvo llamando desde el día en que nació, pues cuentan que su primera relación con la astronomía tuvo lugar cuando apenas era una niña a la que su madre, Emma,  llevaba en carrito. Fue cuando por unos segundos un brillante meteorito iluminó el cielo  y para que su hija no lo olvidara, Emma inventó unos versos:

As we were walking home that night,
We saw a shining meteorite
.

Emma Payne

Con esta entrada participo por el #11F2023 en #PVmujerciencia23 de @hypatiacafe por el @11defebreoES

El sueño de María

Los pequeños cristalitos de las grandes lámparas de gas del salón de baile reflejaban la luz del bulbo central creando un efecto encandilador que le recordaba a las entrañables fiestas navideñas del hogar paterno. Los pies de los bailarines se deslizaban al son del rápido vals de Strauss por su oscuro suelo de tarima de roble, tan pulido como los zapatos de los danzantes. Todas las parejas vestían igual: esmoquin negro ellos, vestido blanco de noche largo que recogían con la mano derecha ellas . Giraban en torno a sí mismas en sentido de las agujas del reloj mientras recorrían la estancia en sentido contrario. A gran velocidad. Cerraban un gran círculo que rodeaba la estrella de marquetería en roble más claro que ocupaba el centro del salón, como si fueran una guirnalda.  Un grupo nuevo de bailarines se incorporó a la sala de baile. Les fue imposible romper el círculo que formaban los primeros para incorporarse y por ello se acomodaron en un círculo mayor que los rodeaba. Comenzaron a danzar en sentido contrario. Todos en perfecto orden. Parecían capas de una cebolla cortada por la mitad.

Sonó una campanita. ¿Cambio de sentido? Cualquiera que hubiera bailado el vals vienés sabría que no costaba lo mismo bailar en una dirección que en la contraria y también sabría lo difícil que resultaba invertir la rotación. Pero los bailarines parecían ajenos al sonido y continuaban con la inercia del baile sin intención de cambio. La campanita sonó de nuevo. Esta vez algo despertó en la conciencia de María, por un momento dudó desorientada. Era el despertador.

Unos segundos tardó en despertar completamente, segundos en los que revivió el sueño en su cabeza para no olvidarlo. No era la primera vez que giraba en sueños. Unas noches antes había soñado estar dentro de una taza gigante. Esas tazas de feria que giran alrededor de su eje central a la vez que describen un círculo completo sobre la plataforma de la atracción. Pensó que ambos sueños tenían muchas similitudes y fantaseó con la idea de que podrían tener relación con la investigación que desde hace un año ocupaba su mente noche y día ¿No estaría obsesionándose? Los ruidos cotidianos y la voz de Joe recordándole que se hacía tarde la sacaron de su ensimismamiento y relegó los sueños a un oculto cajón de su memoria inconsciente


―Hoy volveré tarde, pasaré por el despacho de Fermi antes de venir ― le dijo a Joe al salir del coche mientras plantaba un cariñoso beso en su mejilla.

María había llegado a Chicago un par de años antes con un puesto, por fin, remunerado como profesora asociada de la universidad. Hasta ahora siempre había antepuesto la carrera de Joe a la suya y las leyes anti-nepotismo le habían impedido consolidarse como científica independiente y recibir un salario justo. Pero también llegó con la idea de continuar su trabajo con Eduard Teller en el “Proyecto Secreto” que se había iniciado durante la guerra en el Laboratorio Metalúrgico, ahora sustituido por el Laboratorio Nacional de Argonne bajo la dirección de la reciente Comisión de Energía Atómica. Había aceptado compaginar el puesto de Física Senior en la División de Física Teórica del laboratorio con el trabajo de la universidad. Pero el laboratorio estaba interesado en la Física nuclear, disciplina en la que tenía poca experiencia. Por otro lado, Teller quería a alguien que trabajase con él en la fascinante teoría del origen de los elementos. Quería un colega que le sirviera de audiencia y que supiera de matemáticas, una de las áreas en las que María era experta.

Pronto ambos, María y Teller, se dieron cuenta de que algunos elementos como el estaño o el plomo eran más abundantes de lo que cualquier teoría podía explicar. Se preguntaban por qué esos elementos en particular tenían núcleos tan estables. Pero Teller estaba, como siempre, disperso con varios proyectos y viajaba constantemente por lo que María se enfrentó sola al reto de descubrir que en todos esos núcleos el número de protones o de neutrones era muy especial. Tan especial que para captar el espíritu de misterio que los envolvía se refería a ellos como “números mágicos” y conforme el número crecía -2, 8, 20, 28, 50, 82 o 126- el misterio parecía más y más profundo. Cada noche, María volvía a casa completamente inmersa en la investigación del día. No era capaz ni de atender a los niños, tan solo encendía un cigarrillo tras otro y hablaba y hablaba y hablaba sin parar de números mágicos mientras Joe asentía y le animaba a acumular más datos.

Los intentos por interesar a Teller en su investigación no dieron ningún fruto. María coleccionaba números mágicos que los experimentos de la Universidad de Chicago reproducían una y otra vez indicando una posible simetría nuclear, pero él estaba mucho más interesado en el desarrollo de armas nucleares.

Así que ella se había acostumbrado a visitar a Enrico Fermi de forma asidua, parecía ser el único científico en Chicago interesado en su trabajo. Su amistad se remontaba a la primera vez que los Fermi llegaron a Estados Unidos, ambos habían encontrado casa en Leonia, cerca de la Universidad de Columbia. Por aquel entonces, mientras Enrico convencía al gobierno de iniciar una investigación nuclear, María introducía a Laura Fermi en los secretos de la vida americana que más la aterraban: la lavandería y el supermercado.


El despacho de Enrico estaba en la tercera planta, con vistas al jardín y orientado al oeste. Aquella tarde de abril, la puesta de sol desde los ventanales del despacho resultaba muy estimulante. Para ella era un lugar especial donde siempre se hablaba de ciencia con la ligereza que se habla de cualquier banalidad. El gran talento de Fermi, tanto teórico como experimental, estimulaba a María a buscar soluciones sencillas a problemas complejos. Se sentía cómoda y fumaba en exceso, pero para Enrico eso no era ningún problema.

Mientras hablaban de su teoría sobre los números mágicos, sonó el estridente pitido del interfono.

―Buenas tardes, señor Fermi. Tiene una llamada de larga distancia― comunicaba la metálica voz del aparato.

―Gracias, bajo enseguida― y volviéndose a María le dijo ―Tengo que dejarte un momento, no tardaré―

Apenas había abierto la puerta cuando se volvió y le preguntó ―¿Podría tu teoría explicar el acoplamiento spin-órbita?― y desapareció en dirección a la escalera.

La pregunta desencadenó en María una especie de flash de revelación, como un pálpito. No sabía cómo, pero era capaz de explicar por qué ciertos números mágicos se ajustaban a ciertos núcleos. Había dado con la pieza final del puzle. Sabía que debía ser así, que había resuelto el misterio. Solo deseaba coger papel y lápiz y comenzar a calcular que lo que pensaba era correcto.

Al ver los resultados, una sensación desconocida e indescriptible recorrió su cuerpo. No eran nervios, aunque su cabeza parecía acelerase sin control. No era vértigo, pero se sentía como si callera al vació. María experimentaba la excitación emocional y física que acompaña a los largos y profundos procesos creativos. Acababa de experimentar lo más parecido a la felicidad: la plenitud de descubrir.

Fermi apenas tardó diez minutos en volver y María salió a su encuentro.

―Enrico, ya lo tengo, ya lo tengo, tienes que ver esto― y comenzó a explicarle su nueva teoría. Las palabras salían a borbotones y sin pausa. Pero Fermi era un hombre que gustaba de la calma, el detalle y de explicaciones metódicas.

―Mañana, cuando estés menos excitada, me lo explicas― dijo con una sonrisa mientras cogía su sombrero y abandonaba el despacho.

Lo que María acababa de descubrir era que el número mágico de un núcleo estable era función de dos cantidades bien conocidas: el spin y el momento angular orbital de cada partícula.

Su sueño contenía la respuesta a la pregunta de Fermi sobre el acoplamiento spin-orbita. Al igual que los bailarines giraban en torno a sí mismos moviéndose alrededor del salón, cada nucleón gira alrededor de su eje y al mismo tiempo tiene un momento en órbita que determina su nivel de energía. Los bailarines de cada círculo representaban el número de partículas nucleares en cada capa.

A pesar de haber escrito antes artículos importantes esta vez le resultó mucho más difícil. Tenía miedo, miedo de presentar sus ideas a la comunidad científica. Quizás no fueran tan originales como ella creía o tal vez había estado influenciada por otros artículos que había leído. Joe puso el lápiz en sus manos y la insistió hasta que escribió sus descubrimientos de forma preliminar. Le pidió a Fermi que firmara con ella.

―No, María. Yo solo te hice una pregunta. Debes aparecer tu sola.

Tan solo redactó una escueta carta al editor que fue publicada en junio de 1949 en la revista Physical Review.


Un timbre sonó en la lejanía, pero no los sacó del sueño. La segunda vez que sonó el teléfono los despertó completamente. Eran las dos de la mañana.

― Llamada de larga distancia desde Estocolmo― dijo la telefonista y escuchó el cambio de clavija de la centralita.

Tapó el micro con la mano y se giró ―Joe ¿a quién conocemos en Estocolmo?

Antes de que pudiera responderle se oyó la voz del periodista que llegaba fuerte y clara a pesar de la distancia.

― ¿María Goeppert Mayer? 

― ¿Si?

―Llamo para comunicarle que ha sido galardonada con el premio Nobel de física…―La sensación de irrealidad la paralizó, creía que era una equivocación.

―María, ¿me escucha?

―Sí, sí, sigo aquí, es que… realmente no sé qué decir― gritó María ― ¿Es cierto? No puedo creer que sea cierto― Buscó a Joe con la mirada, pero él ya estaba en la cocina y la esperaba con una botella de champan.

A la mañana siguiente una multitud de cámaras y reporteros esperaban a las puertas de la casa donde llegaba un torrente continuo de telegramas y flores.

Nunca, ni en sus anhelos más profundos, soñó María que aquella simple carta de hace 14 años, una obra maestra de claridad y concreción, la convertiría en la segunda mujer en recibir el premio Nobel de Física y la tercera Nobel en Ciencia.


Bibliografía:

Maria Goeppert Mayer Physicist by Joseph P. Ferry

Son of (Entropy)2 by Peter C. Mayer


Con este texto participo en la iniciativa de @hypatiacafe del mes de enero de 2023. Humilde contribución a #PVenero2023

La lámpara de la señorita Leavitt

«No tengo ninguna duda de que en el curso del tiempo esta nueva ciencia será mejorada con más lejanas observaciones e incluso mucho más con pruebas verdaderas y concluyentes. Pero eso no disminuye la gloría del primer observador» [1].

Galileo

Es fácil imaginar a los primeros observadores mirando la oscuridad del cielo nocturno cubierta de brillantes puntos de luz y pensando que, quizás, era el techo del mundo donde se encendían los fuegos de los dioses. Como seres visuales, la luz que nos llega desde muy lejos condiciona nuestra forma de pensar. Así, desde las reliquias de las primeras civilizaciones a inscripciones en oráculos chinos, desde los libros de jeroglíficos mayas a las tablas de Babilonia, en todos recogieron información sobre brillantes cometas, movimientos precisos de Venus y ciclos de la Luna y los errantes[2]. Mucho más tarde, un grupo de peculiares mujeres capturaba también el misterio del Universo en nueve volúmenes de clasificación estelar con más de 250 páginas cada uno, proporcionando así los fundamentos empíricos para futuras teorías astronómicas.

La Astronomía nació de la unión de la curiosidad por lo remoto con la necesidad de lo práctico: trazar el patrón de las estrellas permitía establecer sistemas de coordenadas en los cielos, sus figuras estelares a lo largo de las estaciones servían de marcadores para la agricultura, la medida del tiempo o la navegación. Pronto las estrellas permitirían que los grandes aventureros se embarcaran en sus naves y surcaran los mares prohibidos rumbo al descubrimiento de sus vidas.

Más de 5000 kilómetros de océano es lo que separa Cambridge College del Observatorio de Harvard. Con tan solo un baúl, el violín heredado de su padre y los conocimientos adquiridos en el laboratorio de Cavendish, los recorría el 10 de septiembre de 1923 una joven estudiante de física. Cecilia Payne iba a hacer el descubrimiento que le estaba destinado: dar a conocer de qué están hechas las estrellas.

Para entonces la astronomía había dejado de ser el esfuerzo de aficionados. Convertida en una verdadera profesión, las universidades competían por albergar los más grandes telescopios de refracción pues sus avances iban inevitablemente ligados a los de la instrumentación. Galileo, el primero en usar el telescopio, nos introdujo en un intrincado universo de inesperado cambio; Newton, desde una perspectiva teórica, nos enseñó que el movimiento podía describirse con las mismas leyes físicas en la tierra y en el cielo. Pero lo que hizo que el astrónomo fuera algo más que un bibliotecario celestial fue la introducción del espectroscopio, aparato que podía descomponer la luz de las estrellas en su gama de colores (espectro), permitiendo discernir la química de los cielos. Con el tiempo, el uso de detectores que alcanzan longitudes de onda que nuestro ojo no puede percibir y sistemas computacionales para procesar inmensas cantidades de información permitirían rebasar los límites de nuestros sentidos y entrar en una era digital.

Sin embargo, cuando Cecilia llegó al observatorio de Harvard el mundo todavía era analógico y en una habitación subterránea bajo la rotonda circular del Telescopio encontró algo más que polvo: cientos de miles de placas fotográficas de cristal que registraban los espectros de prácticamente cada estrella visible.

Unos años antes, el innovador director del observatorio, Eduard Pickering, se embarcó en el titánico esfuerzo de fotografiar todo el firmamento. Muchas de las placas fotográficas eran enviadas desde otros observatorios, Perú, África del Sur, Nueva Zelanda y Chile, siguiendo largas y peligrosas travesías. Desde los Andes peruanos, por ejemplo, las cajas de placas cuidadosamente empaquetadas por el  astrónomo Solon I. Bailey, descendían a lomos de mulas, cruzaban un puente colgante hasta la ciudad de Chosica donde la frágil carga tomaba el tren en dirección a Lima y desde allí continuaba su largo viaje hasta el puerto de Boston. Conforme los botes con placas llegaban a Harvard se recogían y montaban en marcos de madera en los que eran analizadas con lupas de aumento y cuidadosamente clasificadas.

Para el análisis de este ingente caudal de datos Pickering, defraudado por la baja productividad de los asistentes masculinos, en una arrebato contrató a su joven ama de llaves, Williamina Fleming, y a un equipo de mujeres cuyos excelentes resultados demostraron que su intelecto encajaba en el proyecto, hecho que ya había demostrado la más famosa astrónoma americana de la época, Maria Michell. Lo que comenzó con un momento de rabia estableció una tradición que duraría décadas: más de 80 mujeres entre 1877 y 1919 trabajaron como computadoras del observatorio de Harvard, conocidas informalmente como “El harén de Pickering”.

Por 25 céntimos a la hora, la mitad del salario de un hombre, durante 6 días a la semana las computadoras realizaban un meticuloso trabajo, midiendo y calculando la posición y el brillo de pequeños puntos mediante la aplicación de fórmulas matemáticas y teniendo en cuenta las anotaciones que los observadores (hombres) había hecho durante la noche. La tarea requería un trabajo en pareja de alta concentración: una de ellas analizaba la placa y en voz alta enumeraba lo que en ella encontraba mientras que la otra lo registraba en un cuaderno de notas.

Las «Computadoras de Harvard» trabajando en el Observatorio en 1891.

Aunque “Pickering escogió a su equipo para trabajar y no para pensar”, algunas de estas mujeres se enfrentaron al reto de dar sentido a aquellos patrones. Williamina Fleming catalogó cientos de novas, estrellas variables y nebulosas bajo un sistema de su propia invención. Antonia Maury, soñadora y poeta, siempre ralentizaba el trabajo con sus preguntas sobre el significado de las cosas. Esta discípula de María Michell consiguió establecer el tamaño relativo de las estrellas a partir de los espectros. La «reina suprema» y física por Wellesley, Annie Jump Cannon, era físicamente perfecta para la tarea: sufría una sordera parcial pero sus maravillosos ojos podían ver lo que pocos eran capaces de detectar. Su velocidad para clasificar era asombrosa, hasta 300 estrellas por hora. A lo largo de su carrera inspeccionó más de15000 placas y fue famosa por generar un esquema de clasificación estelar basado en la temperatura que todavía se usa hoy en día. La última y “probablemente la más brillante” de las Computadoras de Pickering, cuya vida ha sido llevada a escena en la obra de Lauren Gunderson Silent Sky,  era graduada por Racliffe. Henrietta Leavitt compartía con Annie la sordera parcial y con Antonia la necesidad de entender lo que estaba clasificando. En su estudio de las estrellas variables conocidas en su colección como Las Nubes de Magallanes, encontró que la relación período-luminosidad es fundamental para determinar la distancia de las estrellas a la Tierra.

Cecilia, cuya historia merece un capítulo especial, recibió la primera beca Pickering y llegó a Harvard bajo el reinado de su sucesor, Harlow Shapley. Tan solo conoció a dos de las computadoras del harén: Antonia Maury y Anni Jump Cannon. Un par de años antes de su llegada Henrietta Leavitt murió de cáncer, lo que no impidió que hubiera una dulce conexión entre ambas, entre el presente y el pasado. Se decía que la lámpara de la Señorita Leavitt a veces se mantenía encendida durante la noche porque su espíritu todavía buscaba los secretos de las placas. En realidad era Cecilia quien desde el despacho de Henrrieta, heredado a su llegada a Harvard, la mantenía encendida trabajando sin descanso para convertirse en una verdadera astrofísica y redactar la tesis más brillante jamás escrita en astronomía: Stellar atmospheres.

Aunque todas ellas fueron reconocidas en su momento y durante décadas ganaron reconocimiento a lo largo del mundo por su contribución a la astronomía, hoy su historia ha quedado semienterrada, lo que no disminuye su gloria. Su esfuerzo cubrió de placas de cristal la bóveda del firmamento pero también pavimentó el camino para que otras mujeres trabajaran en computación, ingeniería y en la industria espacial como computadoras humanas.


[1] Esta cita corresponde a un escrito de Galileo a William Gilbert, investigados de magnetismo, pero hemos considerado apropiado adaptarla a la astronomía.

[2] Los planetas


Fuentes:

  • What starts are Made Of: the life of Cecilia Payne-Gaposchkin /Donovan Moore / Harvard University Press, 2020.
  • Beyond Curie: Four women in physics and their  remarkable discoveries, 1903 to 1963 (IOP concise physics)
  • Archives of the Universe, 100 discoveries that transformed our understanding of the cosmos /Marcia Bartusiak/ Vintage Books, 2004
  • Decembre2, 2016 ,The Glass Universe: Harvard’s Women Who Revolutionized Astronomy-The Atlantic
  • The Women Who mapped the Unverse And still Couldn’t get Any respect. Natasha Ceiling, September18, 2013
  • A trip back in Time and Space, July 10, 2007 by Gregory Johnson, New York Time
  • Silent Sky, Lauren Gunderson