El día que nuestro experimento dio resultados positivos lloré de alegría. Yo era un simple doctorando a punto de perder la financiación y aquella la respuesta que, después de meses de ensayos, podía asegurar mi cena durante un par de años. Luego todo se precipitó y fue capaz de asegurarla de por vida.
Su publicación en Nature fue todo un éxito, nunca había sentido tanto vértigo. Algunos titulares dijeron que aquello representaba una gran patada a la selección natural, cosa que yo no acababa de ver. A fin de cuentas, hacía tiempo que ya había sido desplazada y los humanos nos habíamos mezclado tan bien que todos éramos “más iguales” que nunca. Sin ir más lejos mi novia era japonesa. Ella fue quien aquella tarde trajo al laboratorio una botella de cava para celebrarlo.
―Ahora sois responsables del futuro de la especie ―dijo mientras la descorchaba. A los cuatro que formábamos el equipo se nos congeló la sonrisa y nos miramos de reojo. Ninguno lo había pensado. No había habido tiempo para ello.
―Huxley lo supo antes que nosotros ―contesté sin mucho entusiasmo y por sus caras intuí que no todos habían leído Un mundo feliz. Probablemente les faltó un tío Oscar.
Una vez en casa, no pude quitarme a mi tío de la cabeza. “Cuando se nace para cumplir un propósito, la vida se encarga de ir facilitando los medios” solía decirme con una sonrisa en la mirada que, a mis ojos, lo convertía en el hombre más inteligente del planeta. Aquella noche apenas dormí pensando en cómo la vida me había llevado hasta allí.
De niño yo quería ser capitán de barco para recorrer todas las islas del mundo como hacía mi tío. En realidad, yo creía que todos los marineros eran capitanes y que solo ellos conocían el número exacto de islas y sus secretos. Que habían visto todo tipo de seres humanos, como Gulliver en sus viajes, a quien conocí gracias al primer libro que él me regaló. Cada vez que nos veíamos me regalaba uno.
Siempre que venía subíamos a San Juan de Gaztelugatxe. Era un hombre ágil y entrenado, no podíamos seguir sus zancadas sin perder el aliento. Cuando llegábamos arriba nos sentábamos mirando al mar y, una vez que nuestros corazones se sintonizaban, él comenzaba a hablar. Porque si algo hacía bien mi tío, era contar historias, o como él solía decir, recrear nuestra Historia.

Nosotros, y de vez en cuando también algún turista que se acercaba con disimulo, lo escuchábamos casi en trance hasta que mi madre se levantaba sacudiéndose la ropa y rompía el hechizo con un “basta ya de cháchara”.
―La cháchara nos hizo humanos, María ―respondía él mientras ella enfilaba el camino de vuelta.―Y mantener caliente la cueva también ―contestaba ella dejando claro que era la heredera del sentido práctico de la familia.
Luego supe que mi tío viajaba a islas remotas para estudiar restos fosilizados. Era paleoantropólogo, palabra que yo ni siquiera sabía que existía y que tuve que buscar en el diccionario. Decidí que yo también quería serlo y, como de niño todo es fácil, de un plumazo cambié la gorra de capitán por el sobrero de ala ancha que él mismo usaba para pescar.
Mi tío, al ver cuanto disfrutaba con El mundo perdido de Conan Doyle, decidió que era un buen momento para vivir nuestra primera experiencia de campo. Me llevó a visitar las grutas de Orio. Pero la experiencia no me satisfizo tanto como esperaba. En parte porque soy un poco claustrofóbico y en parte porque no me pareció que remover la tierra con un pincel fuera la labor de un aventurero.
Ante esta pequeña desilusión, la vida no tardó en intervenir aportando sus medios. Fue entonces cuando descubrieron al Homo Floresiensis y yo, que no era muy alto, fantaseaba con la idea de un mundo donde los medianos pudieran ser protagonistas. Me Imaginaba viajando a la Isla de las Flores, explorando todos sus rincones hasta encontrar a uno de ellos oculto en una caverna. Juntos, como mejores amigos, salíamos a cazar dragones de Komodo.

Poco duró la fantasía, pues no tardé mucho en pegar el estirón y el interés por los hobbits fue desplazado por el de las hembras de nuestra especie. A pesar de ello, le prometí al tío Oscar que, si él no lo hacía antes, yo mismo aclararía el misterio de “los huesos de la discordia” cuando fuera mayor.
Nunca fui bueno cumpliendo promesas. A punto estaba ya de elegir carrera cuando la vida torció mis pasos en otra dirección, esta vez no parecía querer facilitarme los medios o, como descubrí más tarde, mi propósito no era el que yo creía. Sin previo aviso, mi tío volvió de su último viaje sufriendo espasmos y temblores. Creyeron que se trataba de una enfermedad tropical, pero resultó ser una enfermedad genética hereditaria que se manifestó de adulto. Aquellos músculos que tantas veces habían subido a San Juan se debilitaban rápidamente. Nadie recordaba haber visto antes un caso igual en la familia. Mi abuela, que tenía una prodigiosa memoria para las cosas del pasado, comenzó a hilar asuntos de infancia y resultó que alguno de sus primos murió de niño con síntomas similares.
―Claro que entonces morían muchos y como las familias tenían tantos no le daban más importancia ―le repetía mi abuela a todo el que venía de visita.
―La selección natural, que es muy puñetera ―añadía mi tío con un puntito de ironía desde su cama de hospital con la cabecera bien elevada.
El caso es que aquello determinó mi futuro. La herencia genética se convirtió en mi nueva obsesión y decidí estudiar biotecnología. Pero no sabía cómo decírselo al tío Oscar.
Cuando le dieron el alta le acompañé a casa. Una vez que se instaló en el sillón de su despacho mirando al jardín comenzó a hablar:
―Parece que ya han descubierto el eslabón perdido y resulta que era vasco ―dijo alargándome unos folios impresos que resultaron ser un maravilloso cuento de Magdalena Mouján Otaño. ―Creo que no merece la pena que te embarques en la paleontología si ya lo han solucionado ―dijo guiñándome un ojo al ver mi cara de asombro.
Cuando le revelé cuál era mi decisión no pareció sorprenderle.
―Así somos los humanos, siempre mirando por el futuro de la especie ―dijo mirándome fijamente con su característica sonrisa. Luego, recorrió lentamente con la mirada sus enflaquecidas piernas y mostró las palmas de las manos con resignación
―Pero ya ves, ― murmuró en un suspiro ― no podemos escapar de nuestro pasado.
Hoy nos han otorgado el premio más importante que se puede desear. Me temblaban las manos al anudarme la pajarita. Cuando el espejo me ha recordado que tengo los ojos de mi tío he recuperado la calma. Hasta ahora, a pesar de que todos me lo dicen, no era muy consciente del parecido. La preocupación por la ceremonia ha pasado de inmediato a segundo plano, ya solo he podido pensar que, aunque nunca llegó a ver los resultados de mi investigación, él formó parte de ella.
Cuando murió recibí por correo un baúl con sus últimos libros. Allí, nada más levantar la tapa, estaba Huxley anticipándose a mis futuros e inconscientes temores. Pero, quiero creer, que a pesar de todo, hoy el tío Oscar estaría orgulloso.
Con este relato de ficción participo en #polivulgadores de @hypatiacafe para el tema #PVpasado.

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