La culpa fue de Arquímedes

Recuerdo la primera vez que algo de la clase de ciencias me impresionó hasta el punto de robar mi atención, cosa nada fácil para una chica de mi edad. Fue en el curso escolar 1978-79; en la clase del final del pasillo a la izquierda, en  la segunda planta de un colegio de provincias y yo; una niña ingenua de séptimo de EGB que escuchaba embobada el principio de Arquímedes. Pensé ―yo enseñaré eso alguna vez―. Aquella impresión marcaría mi trayectoria, pero eso lo supe mucho, mucho más tarde.

Por aquel entonces, yo no sabía lo que era la Ciencia y mucho menos lo que era ser científica. Para mí las ciencias naturales (todavía era pronto para distinguir), las matemáticas o la lengua no eran más que asignaturas que se enseñaban en el colegio. De hecho, el principio de Arquímedes tenía nuestra propia versión de colegiales mucho menos científica: «Un alumno sumergido en un suspenso experimenta un empuje vertical y hacia arriba en dirección al aprobado igual al peso del jamón desalojado por su padre».

Siempre me he debatido entre las ciencias y las letras. ¿Por qué elegir? Todo parecía apuntar a que yo debía ser una niña de letras. Sin ir más lejos, al año siguiente de mi encuentro con Arquímedes, justo antes de acabar el colegio, quedaba finalista provincial en el XX Concurso  Nacional de Redacción; aquel que patrocinaba Coca Cola. Aún recuerdo el tema. Pero como mi memoria es caprichosa, ya se ha inventado cosas otras veces, lo he buscado en internet y sí, no estaba tan desencaminada; el titulo exacto era: “El progreso del hombre en los dos últimos milenios, un punto de partida para el  futuro”. ¿No os parece premonitorio? Bueno, en realidad tan solo fui la última seleccionada de la provincia y seguro que ni siquiera  fui capaz de nombrar a ningún científico en mi texto. Me queda la duda de si mencioné a Arquímedes.

Mis años de instituto pasaron haciendo visitas al departamento de griego en busca de un papel en alguna de las tragedias que interpretaban. Yo me presentaba a Medea y ellos me daban el papel de esclavo en una comedia de Plauto. Y sí, como cualquier buen adolescente también cultivaba esa poesía intimista en la que rumiamos nuestros sentimientos más superficiales y universales creyéndolos excepcionalmente únicos y profundos. Pero mi elección, cuando había que elegir, eran siempre las ciencias.

Todo acaba y el instituto también. Lo lógico, con recursos limitados y sin tradición universitaria familiar, hubiera sido cursar Magisterio que es lo que se podía hacer en mi ciudad. Pero para asombro de muchos, incluida yo misma, decidí estudiar Físicas. En mi familia no entendían lo que era aquello y siendo sinceros, yo tampoco. Mirado con retrospectiva me parece que mi determinación era algo inusual: no conocía a nadie que hubiera estudiado Físicas, tampoco conocía el alcance de mi elección ni los obstáculos que se añadirían: una ciudad más grande, el inglés, la informática… ¿Qué me llevó a tomar esa decisión y completarla? 

Muchos años después, cuando alguien me preguntó por qué estudié ciencias, yo respondí sin dudarlo ―porque quería enseñar el principio de Arquímedes―. Fue ahí cuando me di cuenta de que no importaba lo que se me diera bien o mal, o lo fácil o difícil del camino porque la decisión estaba tomada desde que tenía 13 años y ni siquiera lo sabía. ¿Entendéis ahora por qué es tan importante que las niñas se sientan impactadas por algún concepto científico a edades tempranas?

Nunca fui profesora, o al menos como yo me lo imaginaba. Tampoco me considero científica, aunque haya estudiado Físicas y trabaje en tecnología nuclear. Posiblemente hay una cierta similitud entre la industria y la ciencia, entre la investigación y el desarrollo, entre formar a nuevos compañeros y la docencia, pero tengo tan mitificada la labor científica que no puedo menos que diferenciarlos.

Y como veis he vuelto a tener escarceos con las letras. No puedo evitarlo. Aunque tampoco me siento divulgadora puesto que creo que es algo  ligado a la investigación científica. Pero puedo hablar de ciencia y de científicos y aprender lo que no aprendí en la carrera: sus historias.

Me sigue impresionando ver un transatlántico flotar en medio del océano o ver un avión aterrizar y despegar. No me acostumbro. Quizás sea porque a mí me da miedo la inmensidad: la enormidad del Universo, las profundidades del mar, la velocidad a la que viaja la Tierra o el espacio vacío del átomo. Probablemente nunca entenderé la física cuántica, pero es que para eso, hay que ser muy valiente.


Me resulta extraño hablar de mí en un blog que está destinado a hablar de otros, pero sirva como entrada que participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVprimeravez.


Las fotos corresponden a un grafiti de la ciudad de Bruselas y a mi primer año en la Universidad de Valencia.