El blando sonido de la sandalia contra la losa del suelo rompe la quietud de esta clara y cálida noche de junio. Pasos acelerados cruzan el claustro en dirección a las celdas. El hermano Simón camina sin necesidad de candil que alumbre su camino.

Padre, padre, el hermano Mateo ha sufrido un desmayo― dice sin aliento abriendo la puerta de la celda del prior.

El prior ya lo veía venir, hace días que lo monjes se turnan en el refectorio y la capilla para rezar y hacer penitencia. Su murmullo, lejos de procurarle la paz, lo vuelve loco. En pleno siglo XVI y seguimos así -piensa en silencio mientras levanta la mano y con una mueca, que pretende ser un gesto tranquilizador, le pide que se calme. Él también ha pasado la noche en vela.

Hace semanas que de la fuente no mana más que una gota intermitente. El calor aprieta y los estanques del convento han perdido más de la mitad de su capacidad. El agua no corre. Las albercas  ya no son transparentes. Una capa verdinosa de algas, refugio de decenas de ranas, cuyo croar inunda la noche, cubre las aguas. El hermano cocinero hierve todas las mañanas dos calderos para el consumo de la congregación, pero cada día está más turbia. La  llegada de la disentería no es más que cuestión de tiempo.

El prior se escuda en su rango para  permanecer en su celda. Transforma la contemplación y el silencio en armas para analizar sabiamente la precisión de las pocas palabras que emite. Cómo hijo segundón su sino estuvo marcado, la pérdida de la herencia paterna encaminaba sus pasos en una dirección que, aunque no deseada, le permitía cultivar sus debilidades: el estudio de la naturaleza. Las donaciones de su familia levantaron parte del cenobio que ahora habita y dieron vida a esta pequeña comunidad de hombres devotos. Se considera hombre de ‘Dios’, pero no de Iglesia, por eso se unió a los Jerónimos. A pesar de medio siglo en el cargo plagado de desavenencias con el Santo Oficio, sigue creyendo firmemente que la renovación vendrá de la mano de hombres como él. Bajo el brazo de la justicia inquisitorial ha visto caer no solo a judíos, morisco, esclavos,  brujas o extranjeros, sino también y para su desasosiego a los monjes de su propia orden en la ciudad de Sevilla.  

Lleva varios días con sus noches estudiando la forma de encontrar agua. El valle, custodiado por tres picachos, no puede estar más  frondoso. El agua sigue ahí.  Al principio pensó que la fuente volvería a manar por si sola cuando de forma natural lo que la obstruía desapareciese. Entonces los rezos y las penitencias servirían como justificación del ‘milagro’ y todos los monjes dirían:  «El Señor ha escuchado nuestras plegarías». Los vecinos vendrían en romería y las limosnas serían generosas. Pero no ha sido así. Los días pasan y ahora los monjes creen que están siendo castigados. Pronto la huerta se secará  y las dádivas de los fieles se tornarán en recelo y superstición.

El hermano Simón baja la vista a los pequeños montones de libros que están sobre su escritorio. En su  debilidad y cansancio anida la desaprobación y busca en ellos la culpa de sus desgracias. Su mirada no lo oculta. El prior sabe que se le acaba el tiempo, la sombra de la herejía avanza en silencio. Al fin y al cabo los monjes son hombres y ahora son hombres desesperados.

Le exaspera no entender el método tradicional para buscar agua, no quiere usar técnicas que no le garanticen el éxito completo. Necesita una explicación ‘científica’, pero ya no hay tiempo para encontrarla. Aparta con naturalidad  premeditada los tomos de Copérnico, Giordano y Otto Brunfels. Toma la Biblia entre sus manos y busca en el libro de los Números. Levanta la vista hacía el hermano y sin intimidación le mira directamente a los ojos. Luego bajándola de nuevo al libro lee:

Este es el pozo donde el Señor dijo a Moisés: «Reúne al pueblo y les daré agua». Los israelitas cantaban esta canción:
¡Brota, pozo! Cantadle.
Pozo que cavaron príncipes,

que abrieron jefes del pueblo,
con sus cetros y bastones»

(Nu 21,16-18)

El hermano lo mira desconcertado.

Hermano Simón― dice con dulzura y determinación el prior―el Señor ha escuchado nuestras plegarias. La penitencia del hermano Mateo no ha sido en vano, pues el Señor nos ha enviado estas palabras.

El gesto del hermano se suaviza y, cual niño al que abraza su madre tras haberse perdido por un momento entre la multitud del mercado, se llena de confianza.

Ahora ve y dile a todos que descansen, que necesitaremos fuerzas cuando el pozo se abra.

El Sol empieza a salir por el horizonte y la campanilla de la puerta anuncia la llegada del Zahorí.

Texto inspirado durante la visita al  Monasterio de Santa María de la Murta (siglos XIV - XV), antiguo cenobio de la orden de los jerónimos situado en el Valle de La Murta, en Alcira.

Un comentario sobre “EL Zahorí

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