La mujer del cabo era de la capital. Se notaba enseguida que era más alta, o al menos a mí me lo parecía, más estirada y elegante. Su corte de pelo mostraba una modernidad que la diferenciaba del resto de la “civileras” de aquel pueblo y además era pelirroja. Éramos vecinas puerta con puerta en el último piso de un bloque de tres. Sus hijas tenían mi edad pero iban al colegio en la ciudad, donde vivían con un par de tías solteronas, por lo que solo las veíamos en vacaciones. Quizás por eso la mujer del cabo me pareció siempre más joven que mi madre.
Los días previos a Navidad siempre me han gustado. La actividad que producían los preparativos invitaba al ambiente festivo mucho más que la fiesta en sí. No recuerdo que aquel año acompañara a mi madre a la tahona, pero recuerdo muchas ocasiones antes y después en las que sí lo hice. Con apenas seis años, revivo la tahona de otro pequeño pueblo, el primero que ha quedado en mi precaria memoria. Una vez que traspasaba la puerta acristalada que separaba el mostrador de venta del obrador, se intensificaba un profundo olor a levadura y polvo de harina que lo inundaba todo. Las largas mesas de madera nos servían para cortar los mantecados o formar las rosquillas de aguardiente con esos característicos piquitos que todavía no me salen bien. Las latas que rascábamos y aceitábamos para poner los nuevos “untaos” se amontonaban como torres negras de pizarra. Mi madre ya llevaba la masa preparada en un barreño, de loza primero, de plástico después. De allí salían los dulces para todas las navidades y a veces también una canasta de magdalenas para el desayuno.
Ese peregrinar entre tahonas continuó en otros sitios y en otros rincones de mi memoria navideña. Cuando ya estábamos también nosotros en la capital. Cuando mi mundo ya era moderno y universitario. Cuando bajaba del automotor que me devolvía desde Valencia y tras dejar la maleta me dirigía a la tahona donde mi madre ya había iniciado la faena. Aún hoy seguimos haciendo “tontos” y rosquillas, pero ya no es lo mismo. Mi cocina y la de mi madre se llenan de olores navideños por un par de horas, pero no es lo mismo. No es el olor de mi infancia, aquel olor a leña, a frío, a emoción, a pueblo, a Navidad. No es lo mismo aunque lo intenta.
Lo que mi caprichosa memoria me devuelve de aquel año es la salida al campo con mi padre en busca de una rama de pino para poner el árbol. En mi casa siempre se ponía el belén, lo que no era poca tarea: buscar serrín en la carpintería, algún saco de cemento vacío de alguna obra cercana para hacer las montañas, y tierra, y musgo de las rocas más sombrías, y ramitas que se transformarían en árboles y algún que otro trozo de espejo roto para el río que sería más tarde remplazado por papel de aluminio. No sé si aquel fue el primer año que pusimos el árbol, solo sé que es el primero que recuerdo y que la mujer del cabo también tenía uno.
Aquella soleada mañana del día de Nochebuena, nos alejamos un par de kilómetros del pueblo en el auto verde de mi padre, porque mi padre solía decir auto o vehículo, pero pocas veces usaba la palabra coche. Buscamos una rama, no una rama cualquiera, tenía que ser frondosa para parecer un arbolito y estar los suficientemente baja para poder cortarla. Me sorprendí de los muchos adornos naturales que el bosque podía proporcionarnos, había ramas y piñas en el suelo y acebo y madroños con sus frutos rojos. Nuestra rama estaba allí, la encontramos y la llevamos a casa, la metimos en una maceta, le colgamos unas bolas caseras de colores y piñas pintadas por nosotras mismas, y unas viejas tarjetas de navidad que guardábamos en la caja de los adornos y un espumillón plateado que se me antojaba lo más bonito que había visto nunca. Ahora mi casa era como la de los anuncios de Coca Cola, donde todos salían, como enajenados, a cantar con una vela en la mano formando un bonito árbol de luz. Pero luz, precisamente luz, no tenía nuestro árbol, aunque eso eran cosas de la tele.
Ya casi estaba todo listo para cenar, de nuestra mesa solo recuerdo que nunca faltaban los langostinos cocidos y supongo que por arte de la revista Hola empezamos a poner piña con “Cointreau” como postre, ¿o eso fue más tarde? No creo que por aquel entonces y en aquel pueblo se supiera lo que era una fruta tropical ni un licor que no fuera la Cazalla, pero la memoria, o al menos la mía, lo mezcla todo a su antojo.
Pues el caso es, que la mujer del cabo tocó a nuestro timbre y nos dijo que pasáramos a tomar una copita antes de la cena para desearnos Felices Pascuas, que es como se solía decir entonces. Por supuesto que yo era demasiado pequeña para tomar una copita, pero también lo era para que alguien se tomase la molestia de avisarme de que todo “un mundo” se podía derrumbar en un segundo con solo darle a un interruptor. Cuando entré en el cuarto de estar, que en casa de mi vecina se llamaba salón, un impecable abeto lucia lleno de bolas rojas y plateadas y cuando la mujer del cabo dijo —enciende el árbol para que lo vean— unas cálidas lucecitas se encendieron y apagaron cada pocos segundos. Nunca pensé que unas cuantas bombillas pudieran hacer tanta sombra.
Entonces descubrí que, en efecto, el árbol de la mujer del cabo también era de la capital. ¡Felices Pascuas!