Apenas había amanecido para la humanidad cuando me colocaron en el centro del Universo y desconocedores de mi condición de planeta me llamaron Tierra en lugar de Gaia, la diosa griega que me correspondería. En cualquier caso, llevo nombre de mujer y tengo entendido que a una dama nunca se la pregunta la edad. La mía fue objeto de un largo debate entre no pocos nombres ilustres que me obligó a presenciar el infantil espectáculo de la incapacidad humana para el dialogo y la renuncia a tener la razón.

Nunca oculté los signos del paso del tiempo pero como no todos eran visibles a simple vista, suplieron con imaginación las limitaciones de sus sentidos. Al principio, ni siquiera les hizo falta observarme, la especulación estaba muy extendida entre las primeras civilizaciones que consideraban mi creación como parte del origen del Universo. En la tradición judeocristiana, el libro del Génesis daba la pista para establecer el momento de ese evento único. Así, en un alarde de precisión, el Arzobisto de Ussher’s, dedicado a contar generaciones humanas desde Adán y Eva hasta el momento presente, puso en 1654 fecha y hora en mi partida de mi nacimiento: a las 9 en punto de la mañana de Mesopotamia, el 6 de octubre del año 4004 a.C. según el calendario Juliano. Dato que ni siquiera Newton puso nunca en duda.

Afortunadamente, desde mediados del siglo XVIII los científicos se animaron a romper con la tradición de dejar mi origen en manos del Creador. Mikhail V. Lomonosov sugirió que el Universo y yo no teníamos por qué habernos formado a la vez, que cientos de miles de años nos separaban y Compte de Buffon, que creía que me enfriaba lentamente desde mi estado de calor inicial, intentó determinar mi edad experimentalmente midiendo la tasa de enfriamiento de un pequeño globo hecho a mi imagen y semejanza estimando que tenía 75000 años.

Por fin en el siglo XIX la moderna geología se rendía al placer de observar mi piel. Comenzó a intuir que los sucesivos estratos de rocas y tierra parecían servir para estimar la duración de los periodos geológicos. Pero sus estimaciones eran variopintas pues los naturalistas tan solo especulaban sobre el tiempo de formación de una capa. Charles Lyell insistía en 1830 en que la formación de rocas, su erosión y reformación se producían a una tasa constante y persuadió a muchos naturalistas para convertirse al uniformismo, corriente que rechazaba la idea de periodos catastróficos de rápidos cambios geológicos y para la que las rocas y fósiles indicaban una larga duración de los periodos geológicos, incluso de miles de millones de años y, por lo tanto, mi edad debía ser varias veces esa cantidad o incluso podía haber existido siempre.

Fue entonces, en 1862, cuando el reconocido físico William Thomson de Glasgow, futuro Lord Kelvin, en su rechazo a este movimiento, calculó mi edad como declaración de guerra. Él y otros físicos creían que en origen estaba fundida, que mi superficie se había enfriado y solidificado pero que mi núcleo seguía caliente. Me había ido enfriado conforme la energía se radiaba al frio vacío del espacio según la segunda ley de la termodinámica. ¿Cuánto tiempo necesité para alcanzar mi estado actual suponiendo que casi todo el calor generado se debía a la contracción gravitacional? Tan solo entre 20 y 400 millones de años.

Los resultados de Lord Kelvin angustiaron a los geólogos, pero más conmocionaron a los biólogos y en especial a Charles Darwin que había postulado que los organismos complejos requerían mucho más de 40 millones de años para evolucionar. En su defensa, el bulldog de Darwin, Thomas H. Huxley, que personificaba el odio por las ciencias físicas y el reacio respeto a los datos cuantificables que sentían los geólogos de finales del periodo victoriano, atacó a Kelvin por su flanco más débil. En la reunión de la Sociedad Geológica de Londres de 1869 dirigió su afilada retórica contra él poniendo en duda sus datos: “La exactitud de los procesos matemáticos arroja una apariencia de autoridad totalmente inadmisible sobre los resultados, las páginas de fórmulas no obtendrán un resultado definitivo a partir de datos sueltos».

Pero en la batalla Kelvin nunca estuvo solo, resultados independientes de astrónomos y físicos con distintas aproximaciones establecían un límite superior de 100 millones de años. El hijo de Darwin, profesor de astronomía en Cambridge se sumó a la discusión abalando esos resultados en base a la creación de la Luna, el director de la Geological Servay de Escocia hizo lo propio revisando las evidencias de la erosión y Jhon Joly de la Universidad de Dublín estimó de 80 a 90 millones de años con una técnica basada en la salinidad de los océanos. Un número creciente de geólogos se sumó al consenso de que me había formado hace menos de 100 millones de años.

La disputa podría haberse dado por zanjada, pero la duda vino a sembrar la discordia: algunos mantenían que nunca había estado en estado fundido mientras que otros defendían que mi interior todavía lo estaba, algo que Kelvin nunca había considerado. Se cuestionó si la contracción gravitacional era la única fuente de energía y se pusieron en duda los datos de erosión, sedimentación y salinidad. Kelvin refinó sus cálculos y redujo triunfalmente mi edad a 24 millones de años.

Ahora bien, a punto de acabar el siglo la radiactividad vino a reavivar el fuego y, por qué no, a salvar a Darwin. Bequerel descubrió el fenómeno, la pareja Curie el polonio y el radio y Rutherford explicó el proceso de la radiactividad. Una nueva fuente de calor entraba en la ecuación. Kelvin, aunque con sentimientos encontrados, se mantenía en la contienda mientras que algunos se sentían, por fin, liberados del peso de sus estimaciones. ¿Podía la radiactividad aportar suficiente calor como para marcar una diferencia significativa en mi edad?

Algunos creyeron que sí. Lo cierto es que la radiación como fuente de calor adicional no resolvía el problema pero los elementos radiactivos eran la clave para resolverlo. Rutherford y Soddy proponían que la radiactividad era una suerte de alquimia natural: un elemento se transformaba de forma natural en otro, pero el tiempo necesario para que los átomos del elemento de una muestra se redujeran a la mitad, vida media, variaba desde miles de años a milésimas de segundo. Los elementos de vidas medias muy elevadas permanecerán en cantidad tangibles y los de vida muy corta habrán desaparecido, por ello la presencia o ausencia de determinados elementos en la roca era una medida de mi edad.

Tomaban, por fin, el camino correcto pero siguiendo un mapa incompleto que durante las siguientes décadas se fue rellenando con importantes descubrimientos y mejoras tecnológicas: el concepto de isótopo, las leyes de decaimiento radiactivo que apuntaban al plomo como elemento final de la cadena del uranio, el espectrógrafo de masas… Poco a poco la resistencia de los geólogos se debilitaba y en 1921 en la reunión de la Brittish Association sobre el Avance de la Ciencia, las técnicas de datación radiométricas y geológicas se reconciliaban: geólogos, botánicos, zoólogos, matemáticos y físicos estaban de acuerdo en que mi edad era de varios miles de millones de años.

El armisticio se firmó en 1926, cuando un comité de la U.S National Research Council of National Academy of Sciences acordó unánimemente que el único método fiable para medir escalas de tiempo lo proporcionaba la radiactividad.

Hoy ya conocen mi edad de forma fiable, pero no me pregunten cuál es porque soy toda una dama.


Esta entrada participa en el blog de narrativa científica cafehypatia.wordpress.com en la convocatoria de relatos #PVgaia de @hypatiacafe de 15 de septiembre de 2022.


Fuentes:
1.-The Age-of-the Earth Debate. by Lawrence Badash, Scientific American August 1989
2.- Foto principal. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_Lost_Gardens_of_Heligan_-geograph.org.uk-_197947.jpg
3.- Fotos de estratos: ttps://pixabay.com/es/photos/estratos-rock-mar-oceano-jap%C3%B3n-4575931/

Un comentario sobre “A una dama nunca se le pregunta la edad

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