Corrían los años 50 del siglo pasado y las pruebas nucleares se convertían en un reclamo turístico para la ciudad de las Vegas. Fiestas apocalípticas se celebraban en las piscinas de los hoteles desde donde se podían ver en vivo los ensayos nucleares a cielo abierto realizados en el cercano emplazamiento del desierto de Nevada. Nada escapaba a la fiebre distópica de la era nuclear, el símbolo de la nube en forma de hongo se utilizaba en vallas publicitarias, marquesinas de casinos, anuncios e incluso en la portada del anuario de la escuela secundaria de Las Vegas. Atractivas coristas fueron coronadas como «Miss Bomba Atómica», título que inspiraría un tema del grupo The killer en los años 70; Jerry Hopper dirigía en 1952 la película “The atomic City”, título que más tarde usaría el grupo irlandés U2 en uno de sus álbumes y un jovencísimo Elvis Presley era apodado “The atomic Powered Singer”.

Sin saberlo, vivián el primer evento de contaminación ambiental que alcanzó las dimensiones de amenaza global pero que, curiosamente, también supuso el inicio del estudio de sus consecuencias. Tras la Segunda Guerra Mundial fue posible seguir el viaje de las partículas de la lluvia radiactiva a través de la atmosfera, los océanos, la cadena de alimentos y el suelo observando que los contaminantes pueden viajar largas distancias y durante largos periodos. Estas investigaciones revelaron cómo están conectados los diversos ecosistemas y que el sistema global no puede tolerar ser contaminado sin cesar. Cuando en 1960 Rachel Carson en su libro Primavera silenciosa comparó la ruta de los pesticidas con el modelo de diseminación del estroncio-90, uno de los principales isótopos liberados en las explosiones atómicas, la Investigación de la lluvia radiactiva hizo nacer la revolución medioambiental de los años 1970.

La historia de los ensayos nucleares comenzó a las 5.30 de la mañana del 16 de julio de 1945 en un desierto cercano a la localidad de Alamogordo, en el estado de Nuevo México. Allí, Estados Unidos detonó la primera bomba atómica, pero durante los 50 años que pasaron entre ese fatídico día y la firma del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (TPCEN), en septiembre de 1996, más de 2000 ensayos nucleares se realizaron en todo el mundo. Tras la firma del Tratado todavía se realizaron una decena de pruebas con armamento nuclear y hoy en día la sombra de su amenaza vuelva a estar de actualidad.

Al margen del devastador legado de la era nuclear, que va desde la vaporización de islas a los niños medusa, a ella le corresponde la paternidad de las actuales técnicas y modelos medioambientales. Antes de la Segunda Guerra Mundial no existía modelo para el comportamiento del material radiactivo en el medio ambiente y poco se conocía de su dispersión, persistencia y acumulación o de cómo la lluvia radiactiva afecta a la vida animal o vegetal. El ensayo de Alamogordo demostró muchos de los efectos de la explosión, pero con él no se consiguió la comprensión completa del fenómeno, que necesitaría de algunos estudios más de naturaleza clasificada y de ética dudosa.

El primer estudio sistemático sobre el comportamiento radiactivo de los isótopos se llevó a cabo en la planta de plutonio de Hanford en Washington, donde en 1943, como parte del proyecto Manhattan se construyó el laboratorio de pesca aplicada “Applied Fisheries Laboratorio”. En un proyecto conjunto con la Universidad de Washington se estudiaban los efectos de la radiación en salmones y truchas y poco a poco se extendió a otros organismos acuáticos. Cuando el reactor de Hanford comenzó a operar el laboratorio monitorizó diferentes radioisótopos en las aguas del Rio Columbia y desarrolló un método que se usó después en todo el mundo para medir la lluvia radiactiva. Por aquel entonces, los bombarderos americanos hacían sus primeros vuelos de reconocimiento sobre el territorio alemán con el objetivo de analizar la existencia de xenón-133, isotopo radiactivo que se produce en reactores en operación. Al no encontrar ningún producto incriminatorio, el primer programa desarrollado para obtener métodos de detección en el aire estaría asociado al ensayo de Trinity y la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

La recolección del polvo radiactivo, independientemente de su procedencia, fue el primer intento de capturar la lluvia radiactiva de las explosiones usando los filtros de los aviones. En el caso de Trinity, la lluvia alcanzó niveles similares a los de la prueba: el ganado de los alrededores mostraba quemaduras por radiación beta; la compañía Kodak en Rochester, Nueva York, observó los efectos más allá de Indiana, cuando un mes más tarde de la explosión, grupos de fotografías mostraban inexplicables zonas veladas. La causa era la contaminación del papel separador de negativos fabricado a partir del maíz de un campo en Indiana. Pero estos hallazgos no se publicarían hasta1949.

El comienzo de la Guerra Fría, término acuñado por el escritor George Orwell en su ensayo “You and the Atomic Bomb” publicado el 19 de octubre de 1945, y la posterior aparición de la bomba de hidrógeno en 1952, desencadenaron la sucesión de repetidas detonaciones, cada cual mayor que la anterior, hasta alcanzar los 50 megatones de la “Bomba del zar“ de la Unión Soviética.

Entre 1951 y 1992, tan solo Estados Unidos realizó más de 900 pruebas nucleares en el desierto de Nevada, pero también realizó ensayos por todo el país, incluyendo Colorado, Alaska y Mississippi, aunque las pruebas de las mayores mega-armas nucleares de Estados Unidos se reservaron para los sitios del Pacífico. Estás detonaciones liberaron gran cantidad de isótopos que motivaron el estudio de los efectos de la lluvia radiactiva. Diferentes radioisótopos se pudieron medir en medios como el aire, el agua, la tierra, las plantas, los animales y los humanos. Varios fueron los proyectos, de naturaleza clasificada que inició la Comisión de Energía Atómica (AEC), entre los que cabe destacar el proyecto Gabriel en 1949 y el proyecto Shunshine que comenzó en 1953. Con ellos se hizo un esfuerzo sin precedentes para estudiar las consecuencias de la guerra nuclear.

El proyecto Gabriel, tenía como objetivo determinar los efectos de las pruebas nucleares a largo plazo. Se centró en la diseminación del plutonio, el estroncio-90 y el itrio-90, identificados como los más peligrosos de los isótopos liberados por un arma nuclear. De entre ellos, el estroncio resultó ser el peor, no tanto por su toxicidad, sino por la cantidad liberada y por tener una química similar al calcio; era fácilmente absorbido por los huesos de los organismos vivos permaneciendo activo durante décadas. Se intentaba determinar cuántas bombas atómicas podrían detonarse sin causar un daño severo a la salud de los humanos y animales por contaminación radiactiva al medioambiente.

El proyecto Shunshine, de acuerdo a los resultados de su predecesor, se centró en el estudio de la diseminación del estroncio -90 a lo largo de todo el mundo. Hizo hincapié en los métodos para muestrear material humano, recomendando especialmente el uso de huesos de niños y bebes, ya que acumulan más rápido el calcio que los adultos. La controversia sobre el origen de las muestras no se hizo esperar, pues se han identificado hasta 59 estudios, la mayoría llevados a cabo entre 1950 y 1960, relacionados con la recolección de tejido humano para estudiar los efectos de la lluvia radioactiva en los ciudadanos, lo que en consecuencia requirió de “conejillos de indias humanos” tanto militares como civiles, muchos de los cuales no fueron debidamente informados.

Se creó una gran red de estaciones en Estados Unidos y en el mundo fuera del Telón de Acero que coleccionaba datos directos de lluvia radiactiva de la atmosfera en papales engomado. Las áreas de estudio se eligieron en base a la distancia a las detonaciones, los patrones de lluvia y otros mecanismos de exposición. Como la presencia de radioisótopos persistía en la naturaleza era esencial aprender sobre los mecanismos de diseminación y acumulación y analizar el uso de la tierra, el clima y los hábitos alimenticios de la población. El medioambiente fue sistemáticamente escaneado durante años, pero los esfuerzos de estos proyectos no fueron suficientes, sobre todo con el incremento del arsenal atómico

El año 1953 marcaría un cambio histórico en la confianza ciega de los ciudadanos americanos en su gobierno respecto a la peligrosidad de la lluvia radiactiva, pues las personas que vivían en las zonas localizadas a favor del viento respecto a los emplazamientos de las pruebas atómicas del desierto de Nevada comenzaron a experimentar desordenes de salud. Las pruebas en Nevada se suspendieron temporalmente, pero no en el Pacífico, dónde un año más tarde tuvo lugar un accidente de relevancia mundial durante las pruebas termonucleares del atolón de las Bikini en las islas Marshall. Tras la detonación de Cattle Bravo, de potencia tres veces mayor de lo esperado, la dirección del viento cambió extendiendo la lluvia radiactiva fuera del perímetro de seguridad, más de 200 habitantes, 28 soldados americanos y un barco de pesca japones con 23 tripulantes fueron expuestos a la radiación. Este incidente acaparó la atención pública y colapsó el mercado de pescado japonés. El 5% del pescado testeado por japón durante varios meses resultó ser demasiado radiactivo para el consumo y hubo de ser destruido. El incidente de las Bikini y los siguientes estudios en el Pacífico, incrementaron la preocupación del público mundial sobre la lluvia radiactiva ya que mostraban que sus efectos afectaban incluso a países sin programa atómico. El hecho de que los isótopos se pudieran extender globalmente e introducirse en la cadena de alimentación humana no podía ocultarse por más tiempo.

La generación de residuos radiactivos también se acumulaba, lo que activó el interés de la AEC por encontrar almacenamiento para los residuos antes del advenimiento de la crisis ecológica. Se testearon para ello, la alta atmósfera, los océanos profundos y las regiones polares como repositorios naturales, idea que está hoy en día ampliamente rechazada. Algunos científicos, basándose en el comportamiento de las cenizas de la erupción del Krakatoa en 1883, vieron en la estratosfera un potencial almacén. Estimaron que ésta retendría las partículas unos 10 años, por lo que decidieron continuar con las pruebas atmosféricas sin restricción. Incluso en 1957 el New York Times anunció en portada que “las pruebas de armamento nuclear podían seguir indefinidamente al ritmo que llevaban sin ningún riesgo”. De esta forma los primeros años de la década de los años 1960 fue la era de mayor lluvia radiactiva global tras los múltiples ensayos americanos y soviéticos. Los ensayos a alta altitud llevados a cabo en 1958 alteraron la ionosfera formando cinturones de partículas cargadas que rodearon toda la tierra y cuyas consecuencias podrían haber sido irreversibles. En 1960 ya habían reducido el tiempo de retención en la atmósfera a 18 meses y en 1963 se llegó a la prohibición de las pruebas atmosféricas. A pesar de la prohibición de ensayos atmosféricos, los estudios de la lluvia radiactiva procedente de la atmósfera continuaron durante la década de 1970 con el programa GEOSECS y en 1980 volvieron a recuperar la atención del público al conectarlos con efectos en el cambio climático a través del fenómeno del ”invierno nuclear”.

En 1962 los científicos también subestimaron el riego del enterramiento de elementos transuránicos en Maxey Flats, Kentaky. Creyeron que el plutonio necesitaría unos 24000 años en migrar media pulgada, pero apenas 10 años más tarde había migrado más de 2 millas. Así que tras observar que la mayor parte de las partículas de la lluvia radiactiva de la atmosfera llegaban a los océanos, los científicos movieron su atención del aire y el suelo al agua convirtiendo el estudio de las corrientes y capas oceánicas y los procesos de dilución y tasas de mezclado en un asunto de importancia internacional. La práctica de lanzar los residuos al océano continúo sin restricción hasta 1972, cuando la London Dumping Convention prohibió el vertido de residuos de alta actividad, mientras que el vertido del resto de los residuos continúo hasta 1996.

La potencia liberada cumulada en los atolones del Pacífico fue equivalente a al menos 7159 bombas como la de Hiroshima y destrozó un paraíso occidental rompiendo, a su vez, el tabú sobre la destrucción de la naturaleza.

En 1946, Estados Unidos eligió el atolón Bikini, localizado en las Islas Marshall en el Pacífico, como campo de pruebas de la operación Crossroads, por ser un paraje remoto y con escasa población. Cientos de científicos estudiaron su flora, fauna y geología antes y durante las pruebas, siendo de especial interés la estructura del arrecife de coral desde el punto de vista militar. El primer ensayo bajo agua llevado a cabo en las Bikini sorprendió por la inesperada alta contaminación radiactiva en las aguas que afectó a todas las especies de la laguna, especialmente a las algas y los animales que se alimentaban de ellas. El atolón hubo de ser evacuado y el Enewetak, dada su aislada y favorable localización, tuvo la mala suerte de ocupar su lugar. Pero EEUU retornó a las Bikini en 1954 utilizando ambos atolones hasta 1958.

En el atolón Enewetak desaparecieron del mapa varias islas y otras sufrieron una total destrucción por el efecto de las olas, el calor y la radiactividad. Durante el intervalo entre explosiones los científicos valoraban el alcance de la destrucción y estudiaban si alguna especie de planta o animal era capaz de sobrevivir en dicho ambiente. Aunque también testearon el suelo, pusieron especial atención al pescado, el coral, los cangrejos y las ratas, los cocoteros y los cultivos locales.

Al comienzo de 1952 las detonaciones en el rango del megatón vaporizaron islas enteras, pulverizaron el arrecife de coral y el atolón mostró gran cantidad de lluvia radiactiva. En la operación Ivy los científicos no pudieron ni recolectar muestras tras el ensayo debido a la drástica contaminación radiactiva producida por la primera explosión termonuclear. La contaminación en las algas era varios cientos de veces superior a la de las detonaciones previas. En la isla más cercana a la detonación nada sobrevivió: el pescado recolectado en la laguna estaba quemado, había perdido la piel como si se hubiera cocinado en una sartén. La isla de Eluklab desapareció, en su lugar tan solo queda un cráter submarino gigante. Los científicos trataron de recolectar ratas por su parecido con los humanos, pero tan solo en la isla de Bijiri se encontraron ratas vivas, enfermas, que caminaban por campos abiertos y no oponían resistencia alguna a ser capturadas. Estudiándolas esperaban encontrar la clave de la supervivencia, al menos para los miembros de la tropa, en una batalla termonuclear.

Desde la perspectiva actual es asombroso con qué ímpetu trabajaron los militares y los científicos con la energía atómica, marcando en su empeño el pico de autodestrucción de la sociedad occidental. Pero la investigación a gran escala realizada tras La Segunda Guerra Mundial condujo, finalmente, a una nueva manera de entender los procesos naturales. Se llegó a entender que el nivel de estroncio en los huesos se correlaciona con el que está presente en el suelo de la región donde vivimos. El camino seguido por los radioisótopos indicaba como otras sustancias tóxicas artificiales podrían desplazarse. Las primeras en ser reconocidas como liberadas globalmente serían los pesticidas, mas tarde se añadirían los metales pesados y recientemente sustancias sintéticas como las hormonas. La conciencia de que no podemos escapar de las consecuencias de nuestro medioambiente se acentuó con el surgimiento de los movimientos ecologistas que estimularon a su vez otros muchos estudios ya no vinculados a prácticas militares.


Con este texto participo en @hypatiacafe para #polivulgadores del mes de octubre de 2023 con el tema #PVsostenible.


La principal fuente de información para este texto proviene de : The bequest of the nuclear battlefield: Science, nature, and the atom during the first decade of the Cold War by Laura A. Bruno. https://www.jstor.org/stable/10.1525/hsps.2003.33.2.237

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