En un par de horas cambiaríamos las húmeda y fría Bruselas por el caluroso y seco verano de Madrid. Después de tantos meses embarcábamos, por fin, en el vuelo IB 3203 con destino a la capital de España. Al pisar el interior de la cabina me sorprendí a mi misma con prejuicios que creía no tener. Para mi sorpresa me llamó la atención uno de los auxiliares de vuelo de este viaje, Ramón Marquina rezaba en su placa de identificación.

Aún quedaban en mi mente reminiscencias de la glamurosa etapa de la aviación de los años 80 y 90, cuando para ser azafata había que pasar una dura selección en la que contaban también los cánones estéticos. Pero los tiempos habían cambiado mucho desde entonces, todos estábamos ya acostumbrados a que la palabra «azafata» fuera sustituida por «auxiliar de vuelo» o incluso por las siglas TCP o «tripulación de cabina de pasajeros», la cual estaba formada tanto por hombres como por mujeres. Pero la verdad es, que si bien la edad no contaba mucho para ellas los hombres eran siempre relativamente jóvenes.

Ramón, sin embargo, era un hombre maduro, rozando o quizás incluso pasando ya de los 60 años. Alguna vez fue rubio, pues entre las canas y la calva todavía se veían algunos cabellos dorados. Su calva era de tipo coronilla, como la de los monjes, pero podía verla cómodamente desde mi asiento pues Ramón no era muy alto, al menos para ser auxiliar de vuelo. Lucía una alianza de matrimonio que le confería un aire de hombre de familia. De no ser porque todavía estaba en activo, hubiera dicho que no sólo era padre, sino que probablemente ya debía ser abuelo. Seguramente ya fuera personal de tierra, pero las últimas circunstancias lo habrían obligado a estar de nuevo en el aire.

Parecía un hombre afable, dispuesto a conversar con todos, pero aunque chapurreaba el inglés, su cháchara con los pasajeros se escuchaba claramente en español. Su estilo era el de la vieja escuela: aseado, respetuoso y volcado siempre al cliente. Podía imaginarle en su etapa de juventud, entrando con paso firme en un mundo por entonces feminizado y disfrutando alegremente con los compañeros de vuelo en las cortas estancias de descanso entre trayectos. Lo imaginaba en vuelos nacionales que unían la capital con las islas y la costa del Mediterráneo, meca del veraneo español.

Ramón fue directo a las filas de butacas situadas en la salida de emergencia, primero se dirigió a los que estaban situados a mi izquierda para darles las instrucciones de cómo actuar.

Señora preste atención que está usted sentada en una salida de emergencia y de usted depende la seguridad de todos – dijo como mucha ceremonia-. En el caso muy improbable -continuó- de que se diera una situación de emergencia, usted escuchara: evacuación, evacuación, evacuación. El mensaje se repetirá tres veces y entonces usted deberá romper este marco -repasaba con el dedo un recuadro en la pared- y tirar de la manivela que hay debajo para abrir la puerta que permitirá la salida de todos los pasajeros.

Luego se dirigió a los pasajeros del lado derecho y repitió exactamente, palabra por palabra, el mismo mensaje. No era el discurso habitual, no solo yo me quedé atónita. Mientras hablaba, mi díscola imaginación me trasladó al último documental que había visto en televisión y lo comparó con Heinrich Kubis, el primer tripulante de cabina de la historia de la aviación civil. Kubis sobrevivió al incendio del zepelín Hinderburg cuando la nave estalló en llamas cerca de Nueva Jersey, el 6 de Mayo de 1937. Cuando el Hinderburg estaba suficientemente cerca de la tierra, Kubis animó a los pasajeros y a la tripulación a saltar desde las ventanas y luego saltó el mismo.

Pero las risitas de los jóvenes que estaban delante de mí me sacaron de mi ensoñación. Los chavales se burlaban y cuchicheaban haciendo mofa del discurso y de la situación. Menos mal que, al menos, no advirtieron que durante todo el vuelo Ramón llevaba la bragueta semiabierta.

Definitivamente ya no estaba en su elemento, su tiempo había pasado.

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