La casa-cuartel hacía esquina, por un lado daba a la escuela y por el otro a la calle Mayor que conducía a la plaza del pueblo. Nuestro pabellón no tenía agua corriente, como el resto, pero el cuartel tenía un patio con suelo de arena y algunas jardineras descuidadas en cuya parte cubierta estaban las letrinas y un grifo para coger el agua. Solo las mayores teníamos edad para acarrearla, el cubo entonces se nos antojaba enorme y pesado, nos turnábamos en cada tramo de subida pero, a pesar de nuestro esfuerzo, su poco contenido se iba derramando escaleras arriba antes de llegar a la casa. Allí, en aquel patio, en los atardeceres del verano nos bañaban a los chiquillos en baldes metálicos que habían permanecido al sol todo el día para que el agua se templara.

No era el primer pabellón que habitábamos, hacía poco que nos habíamos mudado desde otro algo más chico que estaba enfrente del de la mujer del cabo. Éramos cuatro niñas y estaba a punto de nacer la quinta, así que el espacio no venía nada mal.

Al entrar en el pabellón había una amplia sala de estar dónde unos atractivos y galanes piratas encarnados por Errol Flynn y Burt Lancaster nos acompañaban en las sesiones de tarde de los sábados. A su derecha estaba la cocinilla encalada con su despensa, por cuyo ventanillo se podía ver la calle que subía a la tahona y lindaba por la derecha con la valla del patio del colegio. En las tardes de invierno el patio estaba a oscuras convirtiéndose en mi mayor tortura cuando me mandaban algún recado. Al fondo y a la izquierda del cuarto de estar se abría la entrada a una amplia sala que hacía las veces de dormitorio de matrimonio y en la que es difícil imaginar alguna intimad conyugal, pues de ella salían dos alcobas ciegas que se comunicaban por un ventanuco alto en la pared medianera. Allí dormíamos las hermanas, de dos en dos y, en las siestas impuestas del verano, saltábamos en las camas tratando de vernos por la abertura.

Todas habíamos nacido en casa, la señora Paca asistía a mi madre en los partos. La partera siempre me pareció una abuela, era mujer de moñete y saya, nunca supe su edad. Cuando íbamos por su casa no podía quitar los ojos del tapete de ganchillo con cuerpos de cisne que adornaba la mesa camilla. En mi casa no hubo nunca muchos adornos, excepto un jarrón negro de cuello largo, regalo de boda, y un niño Jesús en su pesebre que a mi madre le había tocado en un rifa y al que tenía mucha devoción.

La pequeña nació mientras estábamos en la escuela. Nada hacía pensar que algo hubiera ocurrido en aquella casa, a no ser porque mi madre estaba acostada, raro en ella, con una pequeña criatura en la cama grande de la sala. No quedaba ni el más mínimo rastro de la batalla, todo estaba recogido y limpio. La verdad es que aquello no era gran cosa para nosotras, tan solo era una más.

Pero aquella tarde llegó también la tía Concha, la pequeña de las hermanas de mi madre venía para echarle una mano. La tía Concha y el abuelo, como muchos otros, habían abandonado el pueblo a finales de los sesenta para buscarse la vida en la capital. Llegó con aires de modernidad, con el vestido más corto del pueblo y con un cardado en su pelo oscuro que le hacía parecer la mismísima Concha Velasco, el lunar que tenía sobre el labio ayudaba bastante.

Hablaba tranquila, lentamente, sonreía con los ojos y tenía un aire picarón. Nosotras la mirábamos embobadas. ¡Aquello sí que era una novedad! Entonces sacó un cigarrillo, lo encendió, nos miró risueña y dijo sin ningún indicio de autoridad en su tono: «no le digáis nada a vuestra madre».

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s